Por Humberto Acciarressi
Cuando era chico y crédulo, las fábulas del arte me golpeaban con una intensidad que me resulta difícil describir. Que Gulliver se convirtiera en gigante o pigmeo de acuerdo a dónde se encontrara, o que conversara con caballos sabios, me provocaba una inquietud asombrosa, porque yo había imaginado en duermevela cosas similares. Las aventuras de Alicia entraban en mi lógica, ya que atravesar un espejo, charlar con un conejo o con la cabeza de un gato de Chesire, no era ajeno a mis costumbres.
Para colmo, haber nacido a pocas cuadras del lago de Palermo (y hablo del viejo, no el de los Rosedales), me permitían entender muy bien a Verne, Conrad y Mark Twain, aunque la diferencia con éste era que sus personajes fumaban pipas (como los chicos de Dickens) y yo unos mentolados insoportables aunque necesarios, para que al llegar a casa nadie se percatara del olor a cigarrillo. Por eso años cayeron en mis manos las aventuras de "El eternauta" (los menos jóvenes tal vez recuerden los ejemplares: alargados, editados por Frontera, en la revista Hora Cero), que devoré con entusiasmo. Faltaban unos años para el secuestro y desaparición de su autor Héctor Oestherheld (el dibujante era, ya lo saben, Francisco Solano López).
Borges, Eliot, Vallejos, Celine, Cabrera Infante; el "Adán Buenosayres" de Marechal; "Las noches de Varennes", la película de Ettore Scola; "El extranjero" de Camus; los "Diarios" de Cesare Pavese y las biografías y retratos escritos por Papini o Stefan Zweig (especialmente el "Magallanes" del alemán); son algunas de las cosas de las que podría hablar durante horas sin tener que recurrir a las obras en sí, de tantas veces (no exagero si digo centenares, créanme) que pasaron delante de mis ojos. "El eternauta" está entre ellas.
Y para colmo, gran parte de la historia transcurría en el barrio de mi infancia (la batalla de la cancha de River; el contacto con el "mano" en las barrancas de Belgrano); discurría por Plaza Italia (decenas de veces, y aún hoy, no puedo dejar de imaginarme cuando paso por la avenida Las Heras entre el Zoológico y el Botánico, la emboscada en la que mueren casi todos los sobrevivientes) y en cierto sentido tenía su climax donde estaba la cabecera de la invasión extraterrestre, en la Plaza del Congreso, a unas cuadras de donde vivo hace unos años.
Ustedes se preguntarán: ¿y esto a qué viene?. A nada en particular. Sólo que un argentino, especialmente un porteño de Buenos Aires, no tiene que recurrir a "La guerra de los mundos" de Herbert Wells para imaginarse aventuras tan descabelladas en esta ciudad que es un Aleph maravilloso. Basta pegarle una nueva lectura a "El eternauta" con su lluvioso comienzo de copos mortales. En cuanto a otros "por qué", simplemente porque me gusta divagar. E insisto, la realidad y la ficción no tienen frontera en ésta, nuestra revista digital.