26 septiembre 2006

Todas las máscaras, la máscara

Por Humberto Acciarressi

Máscaras y máscaras. La máscara es inherente al cosmos. Larry y Andy Wachowski, en la película “The Matrix” -en sus tres partes, pero fundamentalmente en la primera- postulan la existencia de un mundo en donde todo es apariencia. Las calles, los árboles, las construcciones, y especialmente las personas, son realidades virtuales ocultas bajo las máscaras de objetos y seres humanos tal cual los vemos cotidianamente. Aunque injustamente con menos fama, “Dark city”, de Alex Proyas, relata en la pantalla las tribulaciones de un mundo plano y eterna noche, en el que sus habitantes ignoran esas peculiaridades. Cada tantas horas (algo así como la delimitación del día en un sitio donde ese concepto no existe), los pobladores se duermen todos a la vez, allí donde se encuentren, sea una cama, una mesa o un automóvil.

En ambos casos, la humanidad en su conjunto ignora esa máscara monumental urdida por entidades superiores. Diferente es el caso de “The Truman show”, de Peter Weir, donde los habitantes viven simulando ser los pacíficos pobladores de una ciudad, que en realidad es un gigantesco set de filmación. Todos ellos menos uno, que es el conejillo de Indias de una investigación desde el día de su nacimiento hasta que, a los treinta años, comienza a advertir que algo falla en esa vida monocorde y surcada de fantasías y recuerdos inseminados artificialmente.


Más allá de las cualidades estéticas de estas películas - lejos, por cierto, de la reflexión profunda de “Persona”, de Ingmar Bergman-, no puede ignorarse que han llevado a la pantalla la metáfora de la máscara en su nueva versión globalizada: la del mundo de las autopistas informáticas, los correos electrónicos llegados desde las antípodas, las citas amorosas por la web y hasta la moderna y desopilante versión del psicoanálisis chateado. Frente a estas mascaradas colosales e inabarcables, el antifaz tradicional de los héroes de historietas -Batman, Robin, Flash Gordon, Spiderman, el Llanero Solitario, el Zorro, Misterix y la lista sigue- tiene cierto aire de ingenuidad. Convendría reflexionar sobre esta supuesta antinomia.

Hay otros mundos

Entre un cosmos apabullante en el que nadie advierte la máscara de una realidad desconocida, y los mundos ordenados en donde el enmascarado es un sujeto prisionero en los sótanos reales de Francia (“El hombre de la máscara de hierro”, de Dumas), un científico desquiciado y atormentado (“El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde”, de Stevenson), o un periodista al que le basta ponerse una capa y sacarse los anteojos para dejar de ser Clark Kent y ser Superman, parece existir una gran distancia. Y sin embargo…

Analizando “Sylvie”, de Nerval, Marcel Proust observa que cierta atmósfera “azulada y purpúrea” no se encuentra en las palabras, sino entre una palabra y otra. O apelando al refranero popular, algunos de los muertos que matáis gozan de buena salud. Los enmascarados abundan en la vida y en el arte, siempre y cuando aceptemos la mascarada de admitir que una y otro puedan separarse.


Frente a esto, la aprehensión de la realidad es frágil. O acaso no exista una realidad sino un conjunto de realidades yuxtapuestas, y el hombre, con sus máscaras, no haga más que recrear un continuo universal. “Hay otros mundos, pero están en éste”, dice Paul Eluard. Depende, entonces, de establecer un justo equilibrio entre la verdad que aparece entre los pliegues de la máscara y esa nueva realidad que es la máscara misma. “Y es que aquel disfraz no lo disfrazaba: lo revelaba”, dice Chesterton en “El hombre que fue jueves”.

Otra reflexión: ante las patéticas máscaras de Jason en la seguidilla fílmica de “Martes 13” o del psicópata de “Hallowen”, es más atemorizante la cara angelical de algunos de los asesinos seriales que la realidad nos regala con entusiasmo. Y esto último lleva a otro punto: el enmascarado, aunque no tenga antifaz, está siempre presente. No necesariamente llega devastadoramente como la peste en “La máscara de la muerte roja”, de Poe, o como el cyborg de “Terminator”, que oculta su esqueleto de titanio detrás de una máscara humana que se va degradando a lo largo de la película que inició la serie. A veces el enmascarado llega en zapatillas de baile, sin que nadie lo note. Tolstoi, para no asesinar a su esposa, se enmascara tras un personaje en “La Sonat a Kreutzer” y le encomienda la ejecución del crimen para seguir viviendo tranquilo. Mishima, en su juvenil “Confesiones de una máscara”, adelanta en varios lustros algunas claves de su suicidio brutal. Y que a nadie le queden dudas sobre la intención de estas líneas de ligar la ficción con la realidad, sea ésta cual sea.

El doble como máscara

En la actualidad, las máscaras han pasado de las antiguas cosméticas al terreno de la ingeniería genética. La idea de una máscara idéntica al enmascarado no deja de ser escalofriante. Sin embargo, no conviene olvidar que un siglo y medio antes de la oveja Dolly, ya Poe había creado a William Wilson, que harto de su doble en cuerpo y alma lo enfrenta en duelo y lo hiere mortalmente. Recordemos la escena. Con la última exhalación, el Wilson “clonado”, la máscara, le revela al “original” que muerto uno, muertos los dos. “Existes en mí, mira en esta imagen que es tuya cómo te asesinaste a ti mismo”, le dice, palabras más, palabras menos. Y así, efectivamente, ocurren las cosas.

La realidad se presenta ante nuestros ojos tras el velo de la máscara y nos muestran una realidad nueva, en la que a veces se advierten –imperceptibles, en degradé- fragmentos de otra realidad, y de otra, y de otra. Nosotros somos observadores, pero además somos escrutados, viviseccionados por miradas ajenas que tratan de descorrer el velo de nuestras propias máscaras, acaso más sutiles que la del hombre misterioso de Dumas, menos bizarras que la de Batman y seguro sin el colorido de las medievales caretas del carnaval de Venecia.

Aunque no garantice nada, no resultaría ocioso asociar el acto de mirar a la voluntad de ver. Alguien, tal vez, algún día logre encontrar el sentido en esa miríada de fragmentos visuales que perciben los ojos y el intelecto. Parece poco probable y, para decirlo con espíritu poético, escasamente deseable. En todo caso, le quitaría encanto a la vida y sus costumbres. Tenía razón Eluard: hay otros mundos que conviven en éste. Además, detrás de las máscaras que ocultan y revelan, hay hilachas de historias de las que el arte se apropia. Aunque sea bajo el velo de una nueva máscara. Y así hasta que se apaguen las estrellas.

(Publicado en el "Cuaderno de Némesis" titulado "Velo, máscara, disfraz")