Máscaras y máscaras. La máscara es inherente al cosmos. Larry y Andy Wachowski, en la película “The Matrix” -en sus tres partes, pero fundamentalmente en la primera- postulan la existencia de un mundo en donde todo es apariencia. Las calles, los árboles, las construcciones, y especialmente las personas, son realidades virtuales ocultas bajo las máscaras de objetos y seres humanos tal cual los vemos cotidianamente. Aunque injustamente con menos fama, “Dark city”, de Alex Proyas, relata en la pantalla las tribulaciones de un mundo plano y eterna noche, en el que sus habitantes ignoran esas peculiaridades. Cada tantas horas (algo así como la delimitación del día en un sitio donde ese concepto no existe), los pobladores se duermen todos a la vez, allí donde se encuentren, sea una cama, una mesa o un automóvil.
En ambos casos, la humanidad en su conjunto ignora esa máscara monumental urdida por entidades superiores. Diferente es el caso de “The Truman show”, de Peter Weir, donde los habitantes viven simulando ser los pacíficos pobladores de una ciudad, que en realidad es un gigantesco set de filmación. Todos ellos menos uno, que es el conejillo de Indias de una investigación desde el día de su nacimiento hasta que, a los treinta años, comienza a advertir que algo falla en esa vida monocorde y surcada de fantasías y recuerdos inseminados artificialmente.
Hay otros mundos
Entre un cosmos apabullante en el que nadie advierte la máscara de una realidad desconocida, y los mundos ordenados en donde el enmascarado es un sujeto prisionero en los sótanos reales de Francia (“El hombre de la máscara de hierro”, de Dumas), un científico desquiciado y atormentado (“El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde”, de Stevenson), o un periodista al que le basta ponerse una capa y sacarse los anteojos para dejar de ser Clark Kent y ser Superman, parece existir una gran distancia. Y sin embargo…
El doble como máscara
En la actualidad, las máscaras han pasado de las antiguas cosméticas al terreno de la ingeniería genética. La idea de una máscara idéntica al enmascarado no deja de ser escalofriante. Sin embargo, no conviene olvidar que un siglo y medio antes de la oveja Dolly, ya Poe había creado a William Wilson, que harto de su doble en cuerpo y alma lo enfrenta en duelo y lo hiere mortalmente. Recordemos la escena. Con la última exhalación, el Wilson “clonado”, la máscara, le revela al “original” que muerto uno, muertos los dos. “Existes en mí, mira en esta imagen que es tuya cómo te asesinaste a ti mismo”, le dice, palabras más, palabras menos. Y así, efectivamente, ocurren las cosas.
Aunque no garantice nada, no resultaría ocioso asociar el acto de mirar a la voluntad de ver. Alguien, tal vez, algún día logre encontrar el sentido en esa miríada de fragmentos visuales que perciben los ojos y el intelecto. Parece poco probable y, para decirlo con espíritu poético, escasamente deseable. En todo caso, le quitaría encanto a la vida y sus costumbres. Tenía razón Eluard: hay otros mundos que conviven en éste. Además, detrás de las máscaras que ocultan y revelan, hay hilachas de historias de las que el arte se apropia. Aunque sea bajo el velo de una nueva máscara. Y así hasta que se apaguen las estrellas.
(Publicado en el "Cuaderno de Némesis" titulado "Velo, máscara, disfraz")