26 septiembre 2008

Cuando la ficción salva a la realidad

Por Humberto Acciarressi

En no pocas ocasiones, el arte consagra la realidad con un entusiasmo digno de envidia. Los ejemplos sobran. En esta oportunidad, nos limitaremos a Julio Verne, archiconocido por sus novelas de anticipación, casi ignorado por el pesimismo de sus últimos trabajos, pero autor de una obra de perdurable aliento. En el asunto que nos ocupa, su novela “El faro del fin del mundo” le reservó a la actual Isla de los Estados un sitio de privilegio en la literatura. La historia, riquísima y menos pública, arranca en 1616, cuando los holandeses Jacques Le Maire y Willen Schoutten la vieron por primera vez y el primero la bautizó Staten Land como homenaje a la corona de su país. Esto, curiosamente, lo lleva de cabeza a un calabozo en un barco, y el marino muere en alta mar, como seguramente le hubiera gustado.

Desde entonces, decenas de viajeros - entre ellos Luis Piedrabuena - pasaron por las cercanías o desembarcaron en esa especie de lagarto del atlántico sur; lo denominaron de diferentes maneras; lo hicieron aparecer y desaparecer de los mapas. Entre aquellos, la isla fue frecuentada por corsarios, piratas, naúfragos, pescadores y otros aventureros de alta mar. Naufragios y sangrientas peleas de loberos se pierden en su historia, casi desconocida hasta que Verne la ubicó - paradójicamente - en el territorio de la ficción. Una película de 1971, dirigida por Kevin Billington y protagonizada por Kirk Douglas, Yul Brynner y Fernando Rey, no aporta demasiado a esta historia mucho más rica en las letras y en la vida real que en la pantalla grande.

En la actualidad, la Reserva de la Isla de los Estados cuenta no sólo con la Isla del mismo nombre sino también un número de islotes circundantes y el Archipiélago de Año Nuevo. Su clima húmedo, con lluvias que parecen extraidas de otra novela de Verne, mantienen bosques siempre verdes. El sol sólo se permite pasar por donde los árboles ralean. Un sotobosque de helechos, líquenes y musgos exuberantes le agregan misterio y poesía a este lugar al que sólo se llega vía crucero desde el puerto de Ushuaia, a 240 kilómetros. Vale aclarar que los viajes son irregulares y dependen siempre del clima en alta mar.

El faro que inspiró a Verne - que no conoció el lugar - no existe desde fines del siglo XIX. No hace mucho tiempo, en el mismo lugar fue levantado otro. Ni éste ni aquel, ubicados en un sitio poco visible, sirvieron demasiado. Por eso, con el correr de los años, en los alrededores se construyeron otros. Más útiles, pero menos famosos. Y en esta materia, la fama no es puro cuento.

(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)