Algunos todavía recordamos cuando, hace unos años, los taxistas porteños eran psicólogos ambulantes y las calles una especie de Villa Freud cuyas venas se bifurcaban como en los senderos de los jardines de Borges. El recuerdo remite, inevitablemente, a Taxi Driver. Imposible no evocar aquella escena cuando el psicópata Travis (Robert De Niro) escucha los planes asesinos de un esposo engañado interpretado por el propio Martin Scorsese, director del film. Ahora no. Las crisis económicas del país condujeron al volante a gente no preparada para el manejo de un taxi. Todos conocemos a alguno. Pero no nos detengamos en cuestiones sociológicas, para no entrar en la categoría del adagio de don Arturo Jauretche (cuando le decían "parasociólogo" y él respondía "pará, sociólogo").
La verdad es que ahora los psicólogos ambulantes son, paradójicamente, los pasajeros de los taxis. Y sus pacientes, los taxistas. En los últimos tiempos descubrí que sólo existe una forma de eludir sus dolores del alma: dejarlos hablar de política. Allí sí se ponen enfáticos, dictan cátedra, vaticinan apocalipsis, no dudan, recuerdan diluvios y luego suspiran. Y el suyo es un suspiro aliviado, casi condescendiente. Como si estuvieran esperando un "gracias" conmovido. Si usted tiene la suerte de bajarse justo allí, habrá pasado lo mejor sin problemas. Pero si el viaje es más largo, agarrate Catalina.
"Se lo digo yo, que estoy sentado aquí por...". Y empieza la sesión. Salvo violadores confesos, creo haber viajado con la más amplia galería de taxistas. Desde los que se jactan de ser golpeadores hasta los que se regodean de ser golpeados, ex-millonarios e inventores frustrados, especialistas en motores y expertos en mujeres, infieles y engañados, con hijos que son un primor hasta nenas de 17 que rozan la prostitución, los homofóbicos y los que señalando un travesti en Constitución dicen "mire que bomboncito", los que han sido asaltados y los que están seguros de serlo en las próximas horas, los duros y los blandos. Valga una aclaración: esto no es una crítica sino una descripción, sobre todo para quienes saborean el placer de conocer personajes.
Si la charla es demasiado corta y el viaje culmina, el taxista parará el reloj y dejará una anécdota flotando en el aire. Lo peor que usted puede hacer es no cortarlo en seco. Caso contrario le auguro entre cinco y diez minutos más de sesión, mientras el conductor se pasa de una mano a otra el vuelto que tiene que darle. Ah. Y que no se enteren que uno es periodista. Porque entonces, invariablemente, mientras usted cierra la puerta, escuchará una voz, cada vez más lejana, que le dice: "Escriba, escriba sobre lo que le conté que se llena de plata". Y uno, si es cinéfilo, pensará en Robert De Niro diciendo: "You talking to me...you talking to me...". Y siempre existirá el temor de que Oscar Wilde haya estado en lo cierto cuando decía que la realidad imita al arte.