05 enero 2021

El libro que mata con arsénico a quien lo lee sin protección


Por Humberto Acciarressi 

Hace unos años publiqué, en varias revistas y diarios, una serie de notas bajo el título "El misterio de los libros asesinos". No viene al caso mencionarlos ahora, aunque si anotar que no figuraban los cuatro ejemplares sobrevivientes de los 100 impresos en 1874 de la obra "Shadows from the Walls of Death" (Sombras de los muros de la muerte), cuyo contenido de láminas hechas en arsénico pueden matar a una persona literalmente. Curiosamente, el autor, Robert C. Kedzie, que fue cirujano durante la Guerra de Secesión estadounidense, era un investigador muy preocupado por las propiedades peligrosas del arsénico, a partir del tratamiento de una nena de nueve meses que mejoraba cuando se la sacaba de su casa y empeoraba cuando la devolvían del hospital. Así fue como Kedzie descubrió que el problema se encontraba en el arsénico del empapelado que recubría las paredes del cuarto de la pequeña. 

Hay que observar que esos tapices de papel eran típicos en las casas victorianas de las clases medias y acomodadas inglesas. Y en lo que atañe a los Estados Unidos, los papeles con delicados motivos florales, sobre todo en tonalidades verdes, causaban furor a mediados del siglo XIX. Aunque se sabía que el arsénico era letal si se ingería directamente, para lograr mejores colores los fabricantes recurrían a ese peligroso elemento químico. Como dato curioso puede acotarse que al mismo se lo conocía vulgarmente como "polvo de la herencia", ya que podía emplearse para desembarazarse de familiares ricos y ancianos y recibir cuantiosas fortunas. Lo que se ignoraba era que también eran dañinas para la salud la inhalación de sus partículas o la absorción a través de la piel. 

Fue en ese contexto que el médico y profesor de química estadounidense Robert M. Kedzie -con gran actividad académica en Michigan- publicó, en 1874, "Shadows from the Walls of Death". Lo que hizo inexplicablemente mal fue incluir en el libro 84 láminas de muestras de esos empapelados letales, con lo cual, paradójicamente, la misma obra se transformó en una bomba peligrosísima para la salud. Nunca se sabrá cuantas personas murieron al leer y pasar las páginas en las que se encontraban las muestras del papel de pared, al entrar en contacto con el arsénico que estas contenían. 

Cuando finalmente la obra de Kedzie dio sus frutos y ya advertido el peligro, se destruyeron la mayoría de los 100 ejemplares, que el propio autor había distribuido en colegios y bibliotecas populares de Michigan. Pero se salvaron cuatro, que existen al día de hoy. Estos se encuentran en la Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos (con una versión digitalizada, que hemos consultado); otro en Harvard; y dos más en la Universidad de Michigan y en la Michigan State University en una sección titulada “Colecciones especiales”. Cada uno de estos volúmenes está encapsulado y debidamente resguardado, y para leerlos se deben utilizar guantes de protección para evitar contactos con la piel. Curiosa paradoja la de esta obra: cuando gracias a ella ya no se utiliza arsénico en los empapelados, los cuatro ejemplares que quedan aún pueden matar.











EL PROFESOR KEDZIE DANDO UNA CONFERENCIA EN 1892

31 diciembre 2020

Hannah Arendt y la imparcialidad


" (...) si evito toda compañía o estoy completamente aislada mientras me formo una opinión, no estoy conmigo misma, sin más, en la soledad del pensamiento filosófico; en realidad sigo en este mundo de interdependencia universal, donde puedo convertirme en representante de todos los demás. Por supuesto, puedo negarme a obrar así y hacerme una opinión que considere sólo mis propios intereses, o los intereses del grupo al que pertenezco. Sin duda, incluso entre personas muy cultivadas, lo más habitual es la obstinación ciega, que se hace evidente en la falta de imaginación y en la incapacidad de juzgar. Pero la calidad misma de una opinión, como la de un juicio, depende de su grado de imparcialidad" 

Hannah Arendt

Marguerite Duras y la pasión desmesurada


Por Humberto Acciarressi 

"En un lugar de la Mancha", "Hoy ha muerto mamá, quizás ayer" "Esa mañana, Gregorio Samsa", son algunos de los arranques literarios más famosos. El listado es vasto y suele depender de los gustos. Existe uno que también puede integrar un diccionario de comienzos famosos. Dice así: "Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y me dijo: la conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud. Su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado". Así comienza "El amante", una de las obras más famosas de Marguerite Duras -hacedora de una vastísima narrativa, directora de una decena de películas, etc-, que le valió el premio Goncourt 1984, una tirada de tres millones de ejemplares, la traducción a cincuenta idiomas y un film mediocre de Jean-Jacques Annaud. 

La vida y la obra de Marguerite Duras están atravesadas por la pasión. De la primera, puede decirse que nació en Indochina, cerca de Saigón, poco antes del inicio de la guerra del 14. Fue polémica y jamás eludió la responsabilidad de hacerse cargo de sus ideas. Participó de la Resistencia francesa, se desgañitó contra la intervención francesa en Argelia, se afilió y desafilió al PC y levantó barricadas durante el Mayo francés. El alcoholismo le dio pocas treguas. Cuando le llegó la muerte en 1996, acababa un romance con un joven que le inspiró libros e hizo menos doloroso el cáncer que la mató. Escribir, para ella, era más importante que comer. 

De su obra pueden destacarse "Un dique contra el Pacífico", "Los caballitos de Tarquinia", "Moderato Cantabile", "El mal de la muerte", "La vida tranquila". Según dice la leyenda, su primer libro, "La impudicia", apareció porque amenazó con suicidarse si no era editado. Cuando publicó el último - "Eso es todo"-, tenía en su haber casi cincuenta obras y el existencialismo inicial había derivado al nouveau roman. Mientras tanto, en intensos entreactos, tuvo lugar una historia de pasión exuberante y una literatura espléndida que el tiempo sostiene. Lo que no es poco decir de un siglo tan prolífico.

(Publicado en "Tiempo de Arte", de Buenos Aires, en el año 2007)

24 diciembre 2020

Horacio Quiroga, pionero de la crítica de cine de la Argentina


Por Humberto Acciarressi 

Hasta donde se sabe, la relación entre Jorge Luis Borges y Horacio Quiroga fue casi inexistente. Ambos, sin embargo, cuentan –como interesante antecedente– con su gusto por el cine, actividad considerada por entonces como "entretenimiento para criadas". Lo que queda claro es que ambos, de una forma u otra, fueron seducidos por las posibilidades de representación del cine, por ese entonces mudo. En el caso de Quiroga, uno de sus últimos artículos se titula "Espectros que hablan" y se refiere –obviamente– al surgimiento del cinematógrafo parlante. 

Entre 1918 y su suicidio el 17 de febrero de 1937, el atormentado autor de los "Cuentos de amor, locura y de muerte" dedicó gran entusiasmo en escribir reseñas cinematográficas para las revistas El Hogar, Caras y Caretas, Atlántida y para el diario La Nación. Un libro editado oportunamente por Losada –"Cine y literatura", que reúne las crónicas de Horacio Quiroga– revela que se conocen 68 comentarios suyos sobre cine. 

En el primero de ellos, se conmueve por el drama del galán Jorge Walsh, a quien considera un buen actor que "tuvo la desgracia de tropezar con la Fox". De acuerdo con el dandy aventurero, a Walsh lo convirtieron en un personaje tipificado que comienza a aparecer en la pantalla "casi desnudo, haciendo gimnasia con gran derrumbe de músculos para particular placer de las niñas". A partir de sus experiencias como narrador de historias y creador de personajes, más el conocimiento cabal de las técnicas rudimentarias del séptimo arte, Horacio Quiroga se convirtió en uno de los primeros críticos de cine del país. 

No menciona a Buster Keaton, habla del "encanto particularmente poético" de Chaplin, se detiene –y mucho– en el rol de las actrices de entonces, justiprecia a Thomas Ince, le reconoce méritos a Cecil B.de Mille, establece las diferencias entre el teatro y el cine, y le dedica poco y nada al expresionismo alemán. Eso es apenas una parte de su obra en tal sentido. Y además, como si fuera poco, intenta crear con Manuel Gálvez una empresa cinematográfica y escribe un guión: "La jangada". Esto sin olvidar, claro, que Quiroga realizó su magnífica tarea literaria con varias referencias al cine, ese mismo que denominaba "el archivo de la vida". Paradójicamente, esos escritos pueden darnos algunas claves de su dramática existencia. 

(Publicado en el diario "La Razón", de Buenos Aires, en el año 2007)

22 diciembre 2020

"Rico Tipo", la revista de Guillermo Divito que contó una época


Por Humberto Acciarressi 

No son muchos los personajes de la cultura argentina que sean más atrayentes que Guillermo Divito. Y eso teniendo en cuenta que nuestro país ha dado pintoresquismo en cantidades mayúsculas, e incluso sirvió de asilo a decenas de extranjeros con atributos excéntricos. Pero la biografía de este historietista impar es digna de una película, o más precisamente de un buen guionista. Divito fue, casi desde sus inicios, famoso por las pibas que dibujaba. Y fue precisamente eso lo que lo puso en problemas siendo muy joven. Todavía en la prehistoria de su larga carrera profesional, cuando tenía todo por ganar, se fue de la "Patoruzú" de Dante Quinterno -que entonces vendía 150.000 ejemplares- porque éste le criticó el largo de las polleras de sus "chicas". Lo trataron de loco y de tirar una profesión por la borda, ya que trabajar al amparo del genio del creador del indio más famoso de los cómics no era poca cosa. Pero Divito no andaba con vueltas. Con el entusiasmo de los predestinados, el 16 de noviembre de 1944 sacó a la calle su propia publicación: "Rico Tipo". La historia del periodismo es dinámica: en poco tiempo, la revista de Divito vendía 300.000 ejemplares semanales. 

En ese nuevo marco, y sin nadie que le indicara cómo dibujar el largo de las polleras o la sensualidad de sus siluetas, sus "chicas" se hicieron famosas y devinieron en patrón estético de las porteñas. Caracterizadas por sus cinturas inverosímiles en la estrechez, sus mechones de pelo suelto, sus polleras cortas e insinuantes, sus tobillos insignificantes, ese toque sensual fue escandaloso para otros editores de la época. Las mujeres de la calle, sin embargo, se lanzaron a copiarlas. Sin distinción de clase social. Las casas de modas ponían avisos en la revista y el propio dibujante las ilustraba. Pocos personajes de historietas saltaron con tanto entusiasmo del papel a la realidad. La afirmación de Oscar Wilde -"la naturaleza imita al arte"- cobraba sentido en la capital argentina. Casi era imposible no ver en la calle una joven y no tanto que no se vistiera como las "chicas" del dibujante. 

Si los tangos de Enrique Santos Discépolo y la literatura de Roberto Arlt recrearon los años de la depresión económica, los personajes de Divito -y entre ellos sus chicas - encarnaron las peculiaridades de la Buenos Aires de posguerra. Son pocos quienes han conseguido interactuar desde el papel con la realidad con mejor compenetración. Hay que agregar que Divito no era "una rata de biblioteca". Muy por el contrario. Fue un viajero infatigable y casi no dejó lugar sin visitar. También fue un gastrónomo frugal, pero eso lo compensaba con los litros de whisky que tomaba, acompañándose con una pipa que no terminaba nunca. Fue, además, un empedernido amante del jazz y de la velocidad. Un dandy en todo sentido, con el aire del Isidoro Quiñones de su maestro Quinterno. Esa pasión por el vértigo fue su vida y fue su muerte. El 5 de julio de 1969, el Fiat que conducía en una ruta brasileña se estrelló contra un camión. Su revista, ya anacrónica por esos años de nuevas estéticas y de psicodelia desenfrenada, lo sobrevivió mala y milagrosamente tres años. 

Guillermo Divito es mucho más que las lindas pibas que sacaba de su galera de retratista. La glotona Pochita Morfoni, el canalla Fallutelli, el ingenuo Bómbolo, el temido Fúlmine, el esquizofrénico Dr. Merengue, pueden mencionarse entre sus personajes más famosos. Son sus "chicas", sin embargo, quienes atravesaron la barrera del tiempo. Gracias a ellas y a otros personajes de Rico Tipo, quienes no vivimos en esos años nos podemos adentrar al abrigo de la nostalgia por esa Buenos Aires del 40 y del 50 del siglo XX. Por suerte, los dibujos de Divito -como todo gran arte- son disparadores de esas ceremonias del recuerdo, aún cuando esas evocaciones pertenezcan a un pasado no vivido. 

(Este artículo fue publicado en el diario "La Razón" de Buenos Aires en marzo del 2014, en ocasión de una muestra en el Museo del Humor)










08 diciembre 2020

Fermín Eguía y sus monstruos amigables


Por Humberto Acciarressi 

"El arte de Fermín Eguía suscita todo el tiempo la sensación de la inminencia y de la gracia; exhibe las imágenes de una realidad perdida que siempre estamos a punto de alcanzar". La frase, que le pertenece a Ricardo Piglia, permite acotar un par de reflexiones. La primera, que Eguía ha logrado plasmar el más extraordinario bestiario del arte argentino. En segundo término, que este maestro nacido en 1942 organiza su obra en torno a un animismo infrecuente en las estéticas vernáculas. Cuando se dice que su mirada desnaturaliza lo que lo rodea, faltaría añadir que, en realidad, Eguía vuelve natural lo que en una primera aproximación parece monstruoso. Por eso es que vuelve entrañables, queribles y hasta bellas, esas deformidades anacrónicas que ha pergeñado su imaginación. 

John Tenniel (1820-1914), el amigo de Lewis Carroll e ilustrador de "Alicia...", es un buen antecedente para entender a Eguía. La crueldad aparente de su obra es, apenas, ironía. Y en la paleta de maldades del arte habría que reflexionar cuál es peor. Si Tenniel desdibujaba la realidad de la que él no tenía dudas, Eguía parece rastrear esa metarealidad que alguna vez llevó a Paul Eluard a afirmar que "hay otros mundos, pero están en éste". O dicho de otra manera, lo disparatado no lo es tanto. 

Laura Malosetti indica que las obras de Eguía "ofrecen una vía de entrada engañosa, en apariencia fácil y divertida, a cuestiones arduas que a veces se agazapan en ellas". En su primer catálogo, su maestra Aída Carballo escribió: "Es dibujante y es poeta y sonríe cuando se lo dicen". Acuarela, óleo, acrílico, técnicas tradicionales. Su innovación viene por otro lado, por la revulsión de su estética, por lo áspero de su poesía. No cabe duda que Eguía está predestinado a seguir concitando entusiasmo entre las jóvenes generaciones. Tiene la frescura, la calidad y hasta el don de complicidad que requieren los buenos espectadores. 

(Publicado en "Tiempo de Arte" hace unos años)








03 diciembre 2020

Louis Armstrong empezó a los tiros y terminó con la trompeta


Por Humberto Acciarressi 

El primer día del año 1913, mientras en las calles de Nueva Orleans los vecinos pobres y los ricos festejaban el acontecimiento, unos disparos sonaron en el ambiente y detuvieron la algarabía. Algunos, entre ellos un policía, recorrieron con la vista los alrededores hasta que se toparon con un chico negro, de ojos pícaros y sonrisa cómplice, de cuya mano colgaba una pistola. El muchacho, que había resuelto despedir el año a los tiros, fue a parar a un reformatorio. Allí, uno de los guardias de apellido Smith, se hizo amigo del chico y le enseñó a tocar la trompeta. Desde esos días de encierro hasta el final de sus días, aquel negrito llamado Louis Armstrong no se separó nunca de su instrumento. 

Nació el 4 de julio de 1900, el Día de la Independencia de los Estados Unidos (algunos biógrafos sostienen que la fecha fue un invento del músico), en una sórdida casa de Nueva Orleans. Según lo confesó sonriente varias décadas más tarde, hasta que cumplió cinco o seis años creyó que los petardos, los cohetes y los cañonazos que escuchaba en sus cumpleaños eran en su honor. En todo caso, eso no hubiera estado nada mal. 

Sus primeros contactos con la música se produjeron cuando seguía los cortejos fúnebres de los negros, escuchando los "spirituals" que desgranaban los instrumentos y las voces quejumbrosas de los deudos. Es imposible y ocioso reproducir las bandas en las que tocó desde que reemplazó a King Oliver en el grupo de Kid Ory hasta que el mundo se quedó sin su trompeta (uno de sus primeros compañeros fue el legendario Buddy Bolden, de cuya corneta se decía que podía resucitar a los muertos). 

Si hay que decir que con Satchmo (abreviatura de Satchelmouth: boca de maleta) aprendieron los más grandes músicos de jazz del siglo, incluso aquellos que lo criticaron por cuestiones más ideológicas que musicales (decían que entretenía a los blancos, como si el arte se midiera en fronteras raciales). Miles Davis, antítesis de Armstrong, no tuvo más remedio que reconocer: "Nadie puede tocar en la trompeta algo que Louis no haya tocado antes". Sin embargo, el más grande elogio que recibió Satchmo vino del sacerdote del "bip bop" y compañero de Charlie Parker, Dizzy Gillespie: "En la historia de la música negra ningún individuo ha dominado tan completamente una forma de arte como el maestro Daniel Louis Armstrong. De no haber sido por él, nunca habríamos existido". Y eso es cierto: resulta inconcebible concebir el jazz sin "Pops". 

Sólo citando algunas de sus frases, podría decirse que de la campana de la trompeta de Louis salían, convertidos en música, una cálida noche veraniega de Nueva Orleans, el olor de las magnolias en flor, alguna chica con la que había pasado momentos alegres, o la voz de su madre llamándolo por las mañanas. Si Dios existe, no hay dudas que la trompeta de Satchmo contó con su beneplácito. Y si Dios no existe, Armstrong debe haber sido lo más parecido a él. Si dejaba de tocar se enfermaba, porque -decía- se lo exigía el sistema nervioso. Por eso, un día sin música le provocaba un serio desequilibrio emocional. Además de esto, su labio superior tenía unas callosidades producidas por la embocadura de su trompeta, que cuando se le agrietaban le provocaban un dolor insoportable. Para mitigarlo, Louis se ponía pomada. Como eso no bastaba, antes de cada concierto tocaba durante dos horas para castigar sus labios. Dolor más dolor, en su caso era esa explosión de alegría que ahora se escucha en sus discos. 

Fornido, exuberante, de dotes histriónicas, sonrisa relampagueante, voz áspera y un estilo inimitable para tocar su instrumento, Louis murió el 6 de julio de 1971 en su casa en los suburbios de Nueva York, mientras dormía plácidamente a metros de su trompeta compañera. Y para terminar, valga una anécdota. En cierta oportunidad, una mujer le preguntó a "Pops" qué era el jazz. Y Armstrong, olvidándose de sus labios inflamados, tomó su trompeta, respondió "el jazz es esto", y comenzó a sacarle al instrumento un sonido improvisado y quejumbroso más doloroso que la vida misma. Ninguna enciclopedia igualará nunca tal definición. 

(Publicado en la revista "Así", de Buenos Aires, en la década de 1990)