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29 julio 2007

Bud Powell, "un poco loco", un tanto olvidado


Por Nora Abdala

Escuchar a Bud Powell no está de moda. Por fuera del ámbito jazzístico se llevan las palmas en el ranking del éxito, en primer lugar Miles Davis, y le siguen otros como Bill Evans, Charlie Parker, Louis Armstrong, etc. La figura de Bud Powell recorre el camino del recuerdo, junto a estos genios indudables, de costado y a la sombra.

Escuchar a Bud Powell, con las posibilidades que brinda Internet en sus ediciones completas para los sellos Blue Note y Verve, resulta una experiencia sustantiva. Es aquello que constituye un verdadero acontecimiento en la vida de un oyente. Entre otras razones, porque pocos como él han podido reflexionar desde la música sobre la música misma. En literatura es muy común este fenómeno, cuando en poesía se indaga sobre el propio acto poético, nos encontramos en el terreno de la metapoesía. Esto es lo que hace Bud desde el lenguaje musical: invita a discurrir acerca de toda la música. Y en el caso particular de él, decir toda la música, significa involucrar tanto la tradición occidental (en sus dos vertientes, antipáticamente divididas en "culta" y popular) como la de aquellas raíces que constituyen la esencia de la música africana. Un ejemplo contundente de su sincretismo lo proporcionan las tres versiones de su composición "Un poco loco", realizadas en el año 1951, en pleno auge del mambo latino.

La estética del jazz es preponderantemente referencial porque siempre nos habla más o menos de lo mismo, en el contexto de un escenario urbano, nocturno y ajeno a los imperativos de la moral. También es referencial e intertextual porque sus composiciones, convertidas dentro del sistema en standards, se reinterpretan y retransitan continuamente. En el mundo del jazz se asiste a verdaderos duelos de generosa intensidad, edificados paralelamente por compositores e intérpretes, todos ellos pertenecientes a una especie de Olimpo inscripto en su historia. Los unos reinterpretan a los otros.

Bud Powell ha profundizado en este sistema de igualdades y diferencias – que, en suma, determinan el estilo – a partir de elementos irónicos, a veces, y otras tanto, paródicos. Ante una muy conocida melodía de George Gershwin, "Somebody loves me", pareciera remarcar, con la intromisión de dos o tres notas burlonas, una acotación que incita a la pregunta: ¿Pero miren como todo puede cambiar y volverse obvio, si agrego esto? ¿No es cierto George que no lo incluiste, porque sobra? Pero este guiño puede convivir con el resto. Precisamente, en esto consiste su metalenguaje. Como también, la parodia que realiza en Bebop, intensificada con sus gemidos, un verdadero chiste frenético y entusiasta acerca del género, género que él también supo construir.

Bud Powell se crió en una familia de músicos. Abuelo guitarrista, especialista en flamenco, padre pianista y hermano violinista y trompetista. En su juventud recibió un golpe muy fuerte en la cabeza, producto de una violenta refriega racista, que le signó una biografía fracturada entre constantes internaciones psiquiátricas, agudizadas por el abuso de drogas y alcohol. A toda esta vivencia trágica, acompasada por la frecuencia intermitente de fuertes dolores de cabeza, debe sumársele una tuberculosis que lo acompañará durante años, hasta el final de su corta vida.

Quizás, en esa cabeza atribulada, con el alimento de las resonancias que la memoria musical familiar le proporcionó, siempre bullía la vitalidad de la música de Bach, que interpretó con tanta delectación en sus años juveniles (una prueba irrefutable es el diálogo que establece con la música del compositor alemán en su "Bud on Bach"). Quizás, en esa mezcla de nuevas armonías, que tanto Thelonious Monk como él estaban inventando dentro de la estructura del bebop, pudo – sin el raciocinio que prodiga una salud férrea- fijar el devenir entre lo uno y lo otro. Esto es Bud, reminiscencias de un piano clásico y su alteración en la improvisación típica del bebop.

Del modelo impresionista surgen esos acordes desgarradores y disonantes que se transforman en delicadas figuras melódicas, fluctuantes entre cristalinas y tímidamente disonantes. Del swing a la meditación baladista, Bud recorre todos los registros. Con la misma fuerza visceral de Monk arranca sus acordes, con la sutil transparencia del impresionismo, con el eficaz sondeo barroco, Bud es todo piano. Porque el piano – siempre se lo ha dicho – compendia toda la orquesta. El instrumento que todo lo abarca. El aleph de la música. El piano de Bud es protagónico, si bien los diferentes músicos que han conformado sus tríos son de una calidad excepcional, muchas veces suenan con la complicidad de un acompañamiento que enmarca y se diluye ante la figura central.

Cuando en el jazz se escuchan los instrumentos de viento, parece que el sonido repercute en todo nuestro cuerpo como una caja de resonancia. Poro a poro, de la cabeza a los pies, el cuerpo se halla involucrado en una masa sonora envolvente. En cambio, escuchar el piano de Bud Powell, implica una ecuación, a mi modo de ver – u de oír – que va directo de la cabeza al corazón. Su "poesía nerviosa", como tan bien la ha definido el escritor español Antonio Muñoz Molina, percute en las ideas, genera ideas en lo alto y se expande hacia el pecho, ese lugar que es el hogar de la emoción.

La destemplanza psíquica emocional del pianista ha producido muchas veces el error, pero también los picos más altos interpretativos. Como pasó con Charlie Parker, a quien siempre Bud se propuso igualar en virtuosismo, quedaron de él grabaciones que dan cuenta de los cambios en sus estados anímicos y fisiológicos. Estos desniveles no hacen sino subrayar la perfección anhelada, buscada y conseguida.

Toda su vida fue la música, solamente eso, librando un combate agónico con un enemigo siempre al acecho: la enfermedad recurrente. Quizás, la representación más emblemática para comprender esa lucha, se encuentra en su voz, que siempre puede ser oída claramente mientras anuncia las canciones y "canta" adelante a su manera única. Que canta es una manera de decir, lo que hace es acompañar con su voz al unísono aquello que sus dedos deben hacer. Todo lo que su cabeza organiza se vehiculiza en exclamaciones entrecortadas y gemidos hacia el corazón de sus manos. Un mandato íntimo, ancestral, en busca de la armonía concentrada y la alegría efímera.

Algo retraído y de pocas palabras, quiero recordarlo a través de ellas, en un artículo del Times del año 64, en el que, ante la preocupación del público por su retorno al escenario luego de una reclusión psiquiátrica, manifestó con optimismo: "Por favor, digan a todos que Bud está OK, que se siente bien y está dispuesto a tocar".

(Publicado en "El espectador de la Cultura")