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17 octubre 2006

El resentimiento de un pintor frustrado

Por Humberto Acciarressi 

En los primeros días de 1907, un joven callado, neurótico y de pocas pulgas llamado Adolf Hitler descendió de un tren en la estación de Viena. Llegó con una idea fija y varios temores: debía rendir su examen de ingreso en la Academia de Bellas Artes. Días más tarde, un escueto parte de los profesores dio cuenta del talento del aspirante: "Resultados insuficientes; ejercicios de dibujo insatisfactorios". Un año después, obsesionado hasta el patetismo, volvió a intentarlo. Le fue peor: ni siquiera lo dejaron concluir el examen. Su furia cobró, con el tiempo, el tronar de un dios resentido. 

Exactamente treinta años más tarde, el 19 de julio de 1937, el joven neurótico de la pasión pictórica ya se había convertido en el engendro más peligroso que habitó un siglo de sangre y muerte. Dueño del poder absoluto en Alemania, con la mente puesta en futuros territorios anexados y en la destrucción de todo aquel que no se cuadrara frente suyo, Hitler tomó una lejana y varias veces saboreada venganza. En Munich, con la presencia marcial de sus camaradas, inauguró la exposición "Arte degenerado", en la que se exhibieron 650 obras de 112 artistas pertenecientes, entre otras, a las escuelas cubista, expresionista, dadaista y surrealista. 

De esa forma grandilocuente, los fanáticos de las SA y las SS se burlaron de los cuadros que colgaban de las paredes, con las firmas de Grosz, Picasso, Kandinsky, Matisse, Klee, Barlach... Uno de los pintores más odiados por el Fürher, Ernst Luwig Kirchner (su cuadro "Escena callejera en Berlin" era el que más irritaba al artista frustrado), no pudo aguantar mucho. La humillación lo empujó al suicidio en la primavera siguiente, cuando en el mundo sonaban los tambores de la guerra. Casi nadie advirtió la muerte de quien había sido uno de los baluartes del grupo de vanguardistas alemanes "El puente". 

Mientras algunos de los mejores escritores y artistas se iban del país y de los territorios ocupados, Hitler colgaba de las paredes de su casa un cuadro abominable, su preferido, un engendro parido por la obsecuencia de Hubert Lanzinger, en el que se veía al Fürher montado a caballo con porte de gladiador teutónico. Más prácticos que el amo, sus colaboradores enriquecían sus colecciones privadas con obras saqueadas a los judíos y a los museos de las regiones ocupadas. 

Tres días antes del fin de la guerra, los aliados elaboraron un listado de piezas robadas, donde dieron a conocer una red de "comercio ilegal", si es que durante el imperio del nazismo pudiera hablarse de algún tipo de legalidad. Uno de los centros del latrocinio fue la galería Fisher, de Lucerna (Suiza), cuyos marchands estaban conectados con colegas del resto de Europa y de América latina. Entre los jerarcas nazis que negociaron con la firma helvética se encontraba el número dos del régimen, Hermann Goering, quien tenía una fluida relación comercial con el marchand berlinés Indreas Hofer. 

Para tener una idea de la forma en que se manejaban los señores de Hitler basta una anécdota. En una oportunidad, Goering - el mismo energúmeno que decía "Cuando oigo la palabra cultura saco el revolver" - se cobró una deuda de 250 mil francos suizos con una colección de pinturas impresionistas robadas en museos de la Francia ocupada. En la Paris actual se calcula que un tercio del arte poseido por particulares fue embarcado a Alemania durante la guerra. 

Cuando eso ocurría, mientras los alemanes se topaban en las plazas con las estatuas wagnerianas de Arno Breker; se extasiaban con la voz de Marlene Dietrich interpretando "Lili Marlene" de Norbert Schultze; se maravillaban con la grandilocuencia fílmica de Leni Riefenstahl; o deglutían en cantidades industriales los mamotretos propagandísticos y sensibleros del Reich; los jerarcas guardaban en sus cajas de seguridad lo mejor del arte de los últimos dos siglos. Hitler, menos interesado en un Matisse o en un Picasso que en sus delirios de grandeza, tenía otros gustos. En sus ratos de ocio dejaba correr el tiempo mirando westerns y comedias musicales de Hollywood, deleintándose con los pasos de baile de Fred Astaire y Ginger Rogers, y admirando a Greta Garbo (...).

(Publicado en la revista "Noticias")