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31 julio 2015

Aquella desconocida que pasó por la vida sin registrar nada


Por Humberto Acciarressi

En una ocasión, hace varios años, le hice un reportaje a una mujer que había cumplido cien años. En consecuencia, la señora debería haber sido una testigo calificada de hechos tales como el comienzo del siglo XX, la Revolución Rusa, los primeros aviones, la Belle Epoque, la Reforma Universitaria, el ascenso de Hipólito Yrigoyen en las primeras elecciones obligatorias, secretas y universales de la Argentina, la Semana Trágica y el Centenario, dos guerras mundiales, y mil cosas más que merecen centenares de libros cada una. Mi experiencia fue muy triste. La anciana no tenía la más mínima idea de los asuntos -muy conocidos- de los que yo quería que me hablara, entre ellos cómo había vivido el hundimiento del Titanic. Para atajarme diré que si bien a fines del siglo XIX e inicios del XX no existía internet, sí había diarios. Y el boca en boca.

La realidad en el caso de la señora -de quien sospecho que si no tiene 120 años ya debe estar gozando de la eternidad- , es que durante su vida no le interesó nada. Ni siquiera esas cosas de las que uno se entera sin querer, porque no queda más remedio. Durante mucho tiempo me pregunté cómo un ser humano, una de cuyas características es la curiosidad, pudo haber pasado un siglo sobre el planeta sin registrar otras cuestiones fuera de cómo se preparaba un guiso o las charlas vacuas con las vecinas de barrio (y esto último lo imagino yo, me hago cargo). El tema es que cada vez que puedo relato aquella anécdota que todavía me perturba y me confirma que sólo sé que no sé nada, naturalmente sin el saber ni la gloria del ateniense célebre.

Hay amigos y conocidos que me juran que han conocido gente similar. Debería creerles. Pero vamos a coincidir que cien años es mucho tiempo para pasar por la vida como una roca. Había algo que sí sabía la anciana, que por otro lado era muy simpática: hacer hijos y tener nietos. Se me dirá que si con eso fue feliz debería bastar. Y no me quedaría más remedio que coincidir. Simplemente tendría que añadir que el conocimiento es una de las formas de la felicidad. Tal vez no la más importante. Quizás ni siquiera esté en el top ten. Pero conozco cientos de personas que concluyen conmigo que pasar por la vida como si uno fuera un molusco, o eventualmente un conejo (lo señalo por su fama de hacer crías), parece un poco chato con tantas cosas agradables y desagradables que nos prodiga el planeta. Para finalizar aclaro que no aspiro a tener la verdad y quizás aquella anciana era la sabiduría encarnada. Pero lo dudo. Te juro que lo dudo con intensa sinceridad.

(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)