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04 noviembre 2007

Retrato mudo: Lady Day en perspectiva

Por Nora Abdala

Elegir los momentos en que Billie Holiday calla implica pensar en un oxímoron. El oxímoron es aquella figura retórica que multiplica el sentido de una frase al utilizar dos términos contrapuestos. En un mundo invadido por la imagen, en el que las palabras han perdido protagonismo – y en este caso, una voz que ensordece momentáneamente – detengámonos, en concesión crítica, ante el poder aplastante de esos primeros planos que observan su rostro expectante y callado. Puede decirse que el misterio de Billie Holiday cabe también en un gesto de silencio.

Si nos preguntamos en qué consiste que esta voz sea absolutamente diferente a muchas otras que desfilan parejas en profundidad y originalidad dentro del mundo del jazz, y nos disponemos a mirar sesgadamente la impresión que nos proporciona una huella visual: allí, en esa intersección de espera, se encuentra lo que ninguna cámara pudo o quiso registrar en otras cantantes que dieron al jazz sus composiciones – o versiones – inigualablemente auténticas. Una imagen descifra aquel postulado de la música que dice que su constitución radica en la unión de los sonidos con el silencio. Gesto emblema el de ella, que corroe el silencio, mejor dicho, lo aterciopela.

En el prólogo al canto, Billie Holiday escucha y disfruta la música del otro. Es la voz que espera y este paréntesis desata en el que la mira la memoria de su fraseo. Mientras sucede el desfile de esos portentosos y varoniles vientos que la enmarcan y la cercan (sólo en el espacio reducido que el estudio de televisión ofrece), ella intercala las palabras de su blue. Esa canción en la que la voz lírica oscila en su interpelación al hombre amado que contradice el corazón de sus desdichas.

El canto de Billie se encuentra suspendido en ese sutil e insonoro paso de inversión entre la espiración y la inspiración. Es el cambio de aliento que la poesía de Paul Celan inscribe en el marco del no decir, en el pasaje imperceptible del intercambio de aire. Billie se cristaliza – registro de la cámara mediante – en un gesto. Si en ese tiempo su voz suena o no, sólo lo podemos decir los espectadores. En el registro fílmico, su boca cerrada sí lo evidencia. Pero en la memoria de cada uno, esa mirada de aprobación, ese girar de la cabeza, contienen el eco de su voz; el subrayar de sus cejas alerta el murmullo concentrado que continúa en la espiral sonora de los instrumentos de Lester Young, Ben Webster, Gerry Mulligan, Coleman Hawkins, Roy Eldridge…

Ella asiente con el asombro que le produce la devolución de esos vientos masculinos, variables y contundentes en su aprobación: “El amor es como un grifo/ que se gira y se apaga”. La dinámica obedece a una disciplina del género. La disciplina de la improvisación, nuevamente un oxímoron. El gesto de Billie resume una disciplina plena, la del disfrute con el otro. “Yo soy tú cuando soy yo” decía Celan en un verso y ella ofrece su canción a la construcción colectiva como una penitente que dona un dolor intransferible.

En esa alquimia de la improvisación surge la alegría de la sorpresa, aquella en que cada nota escuchada satura el compás tranquilizador, esa encrucijada donde se demora el suspiro a la espera de su contribución. El giro es cíclico, uno en uno, otro en otro, el dolor es propio y es ajeno.

Para un escritor, la página en blanco ha sido siempre motivo de conflicto. Por eso ha sido utilizada como un espacio dentro de la escritura para dirigir la interpretación de los lectores. El poeta Mallarmé exacerbó con su Coup de dés todas sus trampas. El punto ciego que rearma todo el potencial de la lectura.

Mirar a Billie Holiday cuando calla, ¿es como una página en blanco? Como hemos visto, puede ser un punto de orientación que dirige nuestra interpretación como oyentes-espectadores. Porque la ausencia de su voz construye, paradójicamente también, su presencia sonora en ese mosaico de voces alternativas.

Nos hemos detenido en la visión de una cámara azarosamente entomóloga (¿o no?, poco importa), en su registro anecdótico y efímero. Allá, por el año 1957, a sólo dos años de la muerte de Billie, unos profesionales realizaban su tarea acorde con la circunstancia, a pesar del contexto imperante furiosamente racista.

En Fine and Mellow, el resto no es silencio.