En la foto, Leo (izquierda) y yo, cuando todo era futuro.
Hace un año -una eternidad, unos segundos- se murió Leo. Hay alegría y tristezas que a veces se olvidan, porque la memoria es selectiva y caprichosa. Pero hay otras que, como el cuervo de Poe, estarán siempre allí, al final de cada verso, al final de cada acto. Por entonces -en realidad la nota la publiqué el día de fin de año- los amigos de siempre y los que entonces eran recientes en un blog casi virgen, llenaron mi casilla de mails. Aún los guardo, porque todavía no había habilitado los comentarios. Alli supe que, sin conocerles las caras, ya había gente con la que iba a estar muy vinculado afectivamente. Algunas como Elena, que llegaron más tarde a mi blog, recorriéndolo encontraron aquellos garabatos y dejaron un generoso comentario. Con el resto no quiero ser injusto y nombrar sólo a algunos, pero ellos saben.
No hay día en que no piense en el sufrimiento final de Leo. No hay día... Me gustaría, no por mí sino por él, que leyeran aunque sea algunos fragmentos de aquel insignificante homenaje hecho de palabras. Empezaba así:
"Nací un año y medio antes que él, y desde entonces ha pasado el tiempo suficiente para que las nostalgias sean más fuertes que las certezas. Y el azar quiso que sea yo, y no él, quien esté escribiendo estas líneas el último día del último mes de su último año". Y aquel escrito seguía asi.