09 diciembre 2015

Difamación y descalificación, dos placeres de los retrógrados


Por Humberto Acciarressi

Como seguramente sabés, Rainer María Rilke sostenía que la fama es la suma de malos entendidos que se resumen alrededor de un hombre. Por su lado, André Malreaux sostuvo, por boca de uno de los personajes de "Los nogales de Altenberg", que el ser humano "es un mísero montoncito de secretos". A lo largo de los siglos, entre uno y otro concepto, o en resumen de ambos, esa gente que se pone por arriba de los demás como en aquel famoso cuento de Sartre, se ha cansado de catalogar y estigmatizar con palabras fáciles: el "vendepatria" Borges, el "pornográfico" Miller, el "fascista" Pound, el "iletrado" Arlt, el "maricón" Wilde, el "judío "Freud, el "pintoresco" Macedonio Fernández, el "converso" Vargas Llosa (en general, quienes atacan al peruano, son los mismos que confunden liberalismo con fascismo), el "demente" Dalí, y mil etcéteras más. Aunque algunos de ellos hayan creído, como el personaje de "El extranjero" de Camus, que "incluso sobre un banco de acusado, siempre es interesante oír hablar de uno", en muchas oportunidades, el calificativo ha sido absolutamente falso y simplemente discriminatorio.

Cuando a fines del siglo XIX el "Caso Dreyfus" conmocionó al mundo y el "Yo acuso" de Emile Zola se convirtió en un clásico contra la discriminación, una gran parte de la sociedad atacó a ese escritor que defendía a "un judío criminal". El padre del naturalismo literario fue tratado de traidor, de vendido al oro judío, se prohibieron sus libros, y hasta un diario pidió con entusiasmo por "el asesinato de Zola y el saqueo de su casa". Poco antes de morir en 1902, presuntamente asesinado como uno de los abogados del militar condenado, el intelectual alcanzó a ver que muchos ya reivindicaban al capitán Alfred Dreyfus -que había sido acusado de traición-, aunque no así la vida para presenciar cómo se le reintegraba el grado de comandante con el que combatió en la Primera Guerra Mundial.

Los casos abundan. Flaubert, después de publicar "Madame Bovary", fue calificado de "leproso moral", "pornógrafo" y de "engañar la buena fe del público", por lo que fue sometido a juicio y absuelto. Por su lado, George Sand (Aurore Dupin) fue una heroína para los románticos y una libertina para los pacatos. Hasta que murió en Estados Unidos, adonde iba a dar conferencias, a Dylan Thomas lo persiguió su fama de alcohólico con el que lo descalificaban (igual que a Poe a mediados del siglo XIX), aunque él inglés se lo tomaba en broma. Lo mismo que Jean Genet cuando lo llamaban criminal, homosexual y/o ladrón. Este tema, que sacude la sociedad actual, llega de muy lejos. Los regímenes totalitarios y también los populismos, no sólo se ensañan con los famosos, sino con todos aquellos que no piensan como el líder de turno. El nazismo, el fascismo italiano, el stanilismo, las dictaduras militares y los autócratas latinoamericanos disfrazados de "revolucionarios", han llevado la descalificación del diferente a ellos a límites de pesadilla. Obviamente hay mucho por añadir a estas líneas. Y así lo iremos haciendo.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)