18 abril 2014

Roberto Arlt, "La Luna roja" y el eclipse


Por Humberto Acciarressi

Ya casi no se pueden decir más cosas de Roberto Arlt, y -paradójicamente- es uno de esos escritores sobre cuya obra nunca se terminan de decir cosas. No es casualidad que sea uno de nuestros escritores más vitales, más inmunes al paso del tiempo, además del narrador que habló del "vacío existencial" mucho antes de que lo hicieran Sartre y sus epígonos. El beneficio de referirse a la condición humana, curiosamente en sus partes más innobles, hace de Arlt un escritor que -luego del silencio académico que se le hizo con posterioridad a su muerte- ya es un clásico en todas las acepciones que se le quiera dar al término. No es casual que Cortázar, Bolaño, Aira, Piglia, entre otros, lo consideren su maestro, y el último de los mencionados haya escrito que Arlt fue quien inauguró la novela argentina moderna.

En esta oportunidad vamos a dejar de lado sus famosas narraciones, sus obras de teatro y sus trabajos periodísticos, y nos limitaremos, por la actualidad astronómica de horas pasadas, a uno de sus cuentos, que integra un breve listado de narrativa fantástica dentro de su producción total, analizada en la década del sesenta por Adolfo Prieto. El cuento en cuestión es "La Luna roja", aparecido en 1933 en su libro "El jorobadito". Ayer, las redes sociales explotaron -seriamente y en tono sarcástico- sobre el fenómeno del eclipse lunar que por cuestiones científicas pintó nuestro satélite natural de un color rojizo. Un fenómeno, por otro lado, que viene de los tiempos bíblicos y está cargado de malos augurios de acuerdo a los propaladores de lo apocalíptico. Arlt aprovecha esa "maldición legendaria" para tratar con sarcasmo a toda esa gente temerosa de cuanto tengo olor a azufre.


La narración, desde la primera línea, genera la intriga: "Nada lo anunciaba por la tarde". Y desde entonces se vive un in crescendo en el que la gente hace las cosas más rutinarias -"se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos"-, los "timoratos" piensan "qué bien estamos defendidos" cuando ven a la policía con sus pistolas y carabinas de gases lacrimógenos, los "desocupados elegantes de la ciudad" bailan indiferentes. Todo simula estar bien hasta que el primer violín de la Orquesta Jardín Aéreo Imperius, que estaba colocando la partitura de "Danubio azul" en el atril, recibe una comunicación. A partir de allí todos comienzan a huir -fenómeno que se repite en toda la ciudad- hacia ninguna parte. Por las calles se cruzan los hombres, las mujeres y los animales que han huido del zoológico, entre ellos un mono y unos tigres. Pero es un escape raro, la gente y los animales no corren, caminan, como zombies.

Hasta que Arlt -de golpe y sin que nada lo justifique, salvo la literatura, que es la mejor justificación- escribe: "Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos, apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente". Alli uno cae en la cuenta que la ciudad que no nombra puede ser cualquiera. Y un par de párrafos más adelante prosigue: "No se percibía ningún sonido, como si por efecto de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda". Y aún más, añade en medio de las descripciones de las personas - que a esta altura ya no se distinguen si son hombres o mujeres- que "de la Luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero". El cuento sigue y lo ideal, si no lo hiciste, sería que lo leas. Un único consejo: no te fíes de la web. En por lo menos una docena de sitios, el relato está incompleto, sin párrafos íntegros y, en uno, hasta sin el final. En el "piedra, papel o tijera" de los libros, sigue ganando el papel.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)