12 abril 2014

Alfredo Alcón: la muerte que enluta a la cultura


Por Humberto Acciarressi

Era hijo único de una viuda. Pertenecía a una familia pobre de Liniers y Ciudadela. Cuando su madre y su abuela dormían las siestas usuales en la década del 30, él subía a la terraza e improvisaba con las sábanas que se secaban al sol, las togas de personajes imaginarios de obras no menos fantásticas salidas de su imaginación. Extrañaba al padre muerto, que tocaba Bach con el bandoneón, y a quien una noche recién comenzada le pidió la Luna. El papá de Alfredo Alcón, quien acaba de morir dejando un inmenso hueco en nuestra dramaturgia, fue al fondo de la casa, subió una escalera e hizo como que agarraba nuestro redondo y blanco satélite artificial. Pero el chico no se quedó conforme: lo quería de verdad. Años más tarde, Alcón diría que toda la vida siguió buscando la Luna.

El cine, la televisión, pero fundamentalmente el teatro, lo tuvieron como uno de los más importantes protagonistas de los últimos cincuenta años. Tímido, bueno como el pan caliente de las madrugadas, con un genio que superaba largamente el de todos quienes lo rodeaban, con una sensibilidad pocas veces vista en una persona, siempre agradecido de quienes le enseñaron y de los muchos que aprendieron de él, Alfredo Alcón fue -como pocos- un ejemplo de actor y ser humano integral. De no muchos se puede decir eso. Enamorado del trabajo, ya enfermo del cáncer que lo mató y con 84 años encima, el año pasado dirigió y actuó en "Final de partida" de Samuel Beckett, junto a Joaquín Furriel, quien consultado por la muerte del gran actor expresó compungido algo extraordinario: "Si tuviera que poner en un curriculum haber trabajado con él, no podría hacerlo porque no está dentro de lo convencional".

Nunca -y entiéndase "jamás" - ahorró elogios hacia sus compañeros. Hace unos tres años, más o menos, trabajó con Guillermo Francella en "Los reyes de la risa", de Neil Simon. Esa dupla se formó por iniciativa de Alcón, quien admiraba al colega por la serie "Casados con hijos". "Lo veía actuar en televisión y siempre me parecía que era un actor de una imaginación, de una finura, de una expresividad realmente maestra", expresó entonces el maestro de actores. Así fue siempre con todas y todos, desde quienes subían al escenario como de esos que quedan detrás de bambalinas.

De sus actuaciones en cine, televisión y teatro (quiero decir de las películas y obras en las que trabajó) se están escribiendo en estos momentos centenares de cosas. Cabe lo mismo sobre los premios nacionales e internacionales que consiguió por su labor en las tablas. Digamos que ver a Alcón era, sobre cualquier otra cosa, magia pura. James Whistler enunció una frase célebre: "El arte sucede". Con este actor impar ocurría eso. En todas las obras de Lorca, Sartre, Beckett, Ibsen, Arthur Miller, John Osborne, Eugene O´Neill, Tennessee Williams, Marlowe, Pirandello, en fin, en cualquiera que interpretase o dirigiese, era inconcebible no sentir lo que el propio autor quiso expresar en el momento de escribirla. Con las piezas de Shakespeare tuvo, como señalamos, una relación especial. "El es como la Capilla Sixtina, como los Andes, es más grande y está más vivo que cualquiera, y dentro de 500 años se seguirá hablando del rey Lear y nadie se acordará de mí ni de ninguno de nosotros. El creador de Hamlet, como Leonardo Da Vinci, tenía mirada de eternidad". No es casual que a los once años ya leía a Shakespeare -de quien dijo que "no escribía para intelectuales"- y de quien interpretó decenas de obras en los más importantes teatros de la Argentina y Europa, especialmente España.

Casi ausente de los medios, más ocupados de mediáticos y multimillonarios de la farándula, Alfredo Alcón decía que no era feliz, simplemente porque no creía en la felicidad sino en la alegría. "Nosotros sabemos que la película termina mal: nos vamos a morir todos", dijo en una oportunidad. Y añadía que sin embargo nos reímos, contamos chistes, hablamos de mañana, tenemos sueños y proyectos, e inventamos lo más exquisito creado por el hombre que es el humor. También señaló en una ocasión que la muerte le daba curiosidad y que le parecía cursi "eso de la luz al fin del camino". Este ser humano imprescindible de la cultura argentina y latinoamericana ya ha muerto. Era tanta su sencillez, su humildad, que jamás se hubiera imaginado que sería velado en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso Nacional.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)