23 octubre 2006

Scott Fitzgerald, la pasión como tragedia


Por Humberto Acciarressi

"Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado". La frase con la que cierra la novela "El Gran Gatsby" -la más famosa de las obras de Francis Scott Fitzgerald- se lee en la lápida donde descansan los restos del escritor y de su esposa Zelda Sayre en el camposanto de la iglesia Saint Mary de Rockville, en Maryland.

La melancolía de esa prosa llevada al cine - en 1974 fue dirigida por Jack Clayton, con guión de un joven Francis Ford Coppola y las actuaciones de Robert Redford, Mía Farrow y Karen Black - contrasta con la pasión desbordante de otras páginas suyas. Exponente de la llamada "generación perdida" junto a nombres como Hemingway y Faulkner, Fitzgerald llevó hasta los límites el canto del cisne de esos años de manteca al techo, posteriores a la primera de las grandes guerras mundiales en la que intervino como soldado, culminados dramáticamente con la Gran Depresión.

Entre esos tiempos de aventuras y fines de diciembre de 1940 - cuando murió a los 44 años - Scott vivió, gozó y sufrió con toda la pasión posible. Nada, ni en el mundo ni en ese otro universo a veces más vasto que es la literatura, le resultó indiferente. Ganó dinero a varias manos y lo dilapidó con entusiasmo. Paralelamente a la redacción de obras que la crítica recibía con renuencia - "A este lado del paraiso", ""Hermosos y malditos", "Suave es la noche", entre otras-, el escritor padeció los sabores y los sinsabores de sus amores con Zelda.

La locura y los intentos de suicidio de la mujer, las crisis económicas que agravaban la relación, su propia adicción al alcohol y hasta la humillación de tener que convertirse en un escritor a sueldo en los estudios de Hollywood, fueron jalones de su tragedia. Las historias de Pat Hobby, esos bellos y terribles cuentos sobre los que pocos escriben, son en gran parte autobiográficos. Basta leer las cartas del propio Fitzgerald. Poco antes de morir, algunos críticos reconocieron que su voz literaria tenía momentos brillantes. La inacabada "El amor del último magnate", interrumpida por un segundo y definitivo infarto, confirmó ese juicio. Luego, como parece inevitable que suceda, la posteridad hizo lo suyo.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)