31 octubre 2006

Un violento mar de letras


Por Humberto Acciarressi

Hela, con su hermano Frixo, surca el cielo tomada de la lana de oro del increíble carnero Crisomalo cuando cae a las aguas y bautiza con su tragedia al Helesponto. La equivocación de un rey da nombre al Mar Egeo. Jenofonte, al contar la odisea de los Diez Mil luego de la muerte de su jefe, Ciro el Joven en la batalla de Cunaxa, en Asia, dice que los griegos recorren montes y desiertos durante meses, desesperanzados. Sólo cuando desde la montaña de Teches ven las aguas del Ponto Euxino (el Mar Negro) rompen en un grito de alegría: "Thalassa, thalassa" (el mar, el mar).

Los poetas toman los mitos oceánicos y los transforman en épicas fundacionales. Sagas vikingas, leyendas americanas, relatos japoneses y poesías africanas dan cuenta de esta atracción sobre el mar.En la gesta germana de Beowulf, el cadáver de un rey danés es puesto en una nave y entregado "al poder del océano". Olaf Tryggvason, rey noruego, salta al mar con su armadura cuando pierde una batalla en el año 1000 e inaugura un ciclo de la literatura nórdica. En ese vasto escenario de agua se confunden las aventuras de Simbad el Marino relatadas en "Las Mil y una Noches", con escritos referidos a islas misteriosas, animales de pesadilla (Walter Scott habla de serpientes marinas en sus novelas históricas), buques fantasmas, o un holandés errante condenado a deambular eternamente por los mares.

Con Homero se inicia la cultura griega, lo que equivale a decir nuestra civilización. Su "Odisea", continuación de la "Illíada", cuenta las desventuras de Ulises -primer héroe marítimo de las letras occidentales - a su regreso de Troya. Camino a Itaca, sus encuentros con la ninfa Calypso, el cíclope Polifemo, los lestrigones, la maga Circe, Escila, Caribdis y las sirenas, dejan una larga estela en la literatura posterior. En el siglo de Pericles, desde la filosofía, Platón incorpora a la poesía el relato de una isla perdida, la Atlántida, que todavía genera libros, incluyendo - claro - el largo poema de Jacinto Verdaguer de 1878.

Existen otras "hermosas islas fantasmas" (Heine) en las letras. "Desde el fondo del mar...nos llegan los tañidos de campanas nocturnas", dice el poeta alemán Wilhelm Müller al referirse a la legendaria Vineta. "El mar parece acero pulido que durmiera", canta a la mítica Rungholt el poeta Detlev von Liliencron. Torcuato Tasso, en su "Jerusalén libertada", describe el mágico jardín de Armida inspirado en la legendaria isla de San Brandán. También Shakespeare, en "La tempestad", cuenta las peripecias de sus personajes en una ínsula maravillosa. En "Los trabajos de Persiles y Segismunda", Cervantes salta de la llanura manchega a un escenario marítimo. "¡En mar tanta tormenta y tanto daño, tantas veces la muerte apercibida", dice Camoens en "Las Lusíadas", poema capital de Portugal.

Por esos años, ya Jorge Manrique ha dado a las letras su archiconocida metáfora: "Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir...". El siglo XIX es pródigo en escritores del mar. Robert Stevenson, enfermo crónico (una pesadilla le inspira "El extraño caso del doctor Jekill y de mister Hyde"), transita en canoa los canales del norte europeo y en goleta los mares del sur. Su "Isla del Tesoro", sus cuentos, dan testimonio de ese periplo espiritual. Hacia el fin de sus días se construye una casa en la isla de Apia, en el archipiélago de Samoa, donde muere en 1894 rodeado de indígenas que lo llamaban "tusitala" (el que cuenta historias). Su contemporáneo Herman Melville, que pasa la juventud de barco en barco, publica "Omoo", "Redburn: su primer viaje", "La casa blanca: el mundo en un barco de guerra", "Benito Cereno". Ninguna de estas historias marinas alcanza la altura poético-simbólica de "Moby Dick", la ballena blanca que representa el mal triunfante. "Perseguirla es perseguir la muerte", dice Melville, que desde el fracaso de su novela en 1850 se convirtió en un amargado solitario, incapaz de imaginar que los años reivindicarían su nombre.

A pesar de su condición de hombre de tierra adentro, Joseph Conrad fue un apasionado navegante, e hizo la carrera de grumete a capitán. Aunque "El corazón de las tinieblas", su novela más famosa, es un viaje fluvial, el mar estuvo muy presente en sus libros ("El negro del Narcissus", "El pirata", "La locura de Almayer", "Tifón"). De Conrad escribió Valery Larbaud: "Su obra es como un modo de viaje". Eso puede decirse de Emilio Salgari, que pobló casi cien novelas con corsarios y filibusteros, o de Julio Verne, que aventuró a sus lectores por las profundidades submarinas.

Ya en el siglo XX, el interés de las letras por el mar no amainó. Poetas tan diversos como T.S.Eliot ("el grito de las olas, el grito de los vientos"), Miguel Hernández ("que me aconseje el mar lo que tengo que hacer: si matar, si querer"), Rafael Alberti ("pienso, mar, que la tierra no puede devolverte un rumor tan dichoso como el tuyo") y Paul Valery ("sí, mar, gran mar de delirios dotado... en un tumulto análogo al silencio") le cantaron al océano y sus misterios. Por su lado, Alfonsina Storni ("el alma mía es como el mar") eligió inmolarse en las aguas de Mar del Plata.

Hemingway y Neruda constelaron sus literaturas de aguas marinas. El primero alcanzó la cima del género en "El viejo y el mar", que cuenta la historia de un pescador que logra vencer a un gran pez, pero los tiburones destrozan su presa cuando la lleva a tierra. Neruda, por su lado, era un apasionado del mar, especialista en moluscos, coleccionista de caracoles (llegó a tener más de quince mil que se le caían de los estantes). Cuando murió, en 1973, residía en Isla Negra, con el Pacífico - "el camarada océano" - frente suyo. Identificado con él de tal forma que pudo escribir: "Trabaja el mar en mi silencio".

La atracción por lo marino está en la condición humana. Para Camus, las jornadas del mar son todas semejantes, como las de la felicidad. Casi no existe literatura superficial sobre el tema, salvo algunos best sellers llevados al cine con escasa fortuna. Hubo escritores que no frecuentaron cotidianamente el mar. Pero procedieron con esa inconstancia que siempre deja abierta la puerta del retorno. El propio Camus lo dijo: "El arroyo y el río pasan. El mar pasa y permanece. Así sería menester amar, siendo fiel y fugitivo".

(Publicado en la revista "Noticias")

Orson Welles, aquel niño terrible


Por Humberto Acciarressi

A los tres años escribía de corrido y sin faltas de ortografía. A los siete tocaba el violín como un eximio. A los diez interpretaba a Shakespeare. A los quince pintaba cuadros con arte envidiable. A los dieciséis ya era un actor profesional. A los veintidós fundó en Nueva York el célebre Mercury Theatre. Un año más tarde, desde un estudio de radio, empujó al pánico a sus compatriotas al convencerlos de que los marcianos invadían la Tierra. A los veintiséis dirigió su primera película, "El ciudadano" (Citizen Kane), considerada entre las cinco mejores de toda la historia del cine. Si Orson Welles hubiera muerto en ese momento habría estado plenamente justificado considerarlo uno de los pocos genios del siglo XX. Y por suerte siguió vivo.

Hijo de un inventor y una pianista, ambos muy viajeros, Orson se conectó siendo un chico con un mundo de intelectuales y artistas. Ya desde niño se caracterizó, como hemos visto, por sus inquietudes estéticas; pero también por una rebeldía a la que fue dándole forma con el correr de los años, hasta convertirla en un sello distintivo de su personalidad. Varios hechos fundamentales jalonaron su vida pública. El primero le llegó a los 23 años. Con el elenco del Mercury Theatre, el 30 de octubre de 1938 hizo una versión radiofónica de "La guerra de los mundos", el libro de Herbert Wells. La emisión que narraba la invasión ficticia de marcianos provocó un pánico inusitado en los Estados Unidos: cundieron los suicidios; las calles se atestaron de autos con gente que huía; y ya aclarado el asunto, aún quedaban personas que juraban haber visto a los ET aniquilando gente a su paso.

El joven irreverente que había jaqueado a la sociedad yanqui de preguerra se convirtió en una pieza codiciada para los cazatalentos. Fue asi como, un buen día, comenzó el rodaje de su ópera prima: "El ciudadano". El film que narra las venturas, desventuras, logros y frustraciones de un magnate de la prensa está inspirado en la vida de William Randolph Hearst, zar del periodismo norteamericano, que primero quiso comprar la película y luego, ante la negativa, descargó sobre el director una de las más despiadadas guerras que se recuerden. Este hito de la cinematografía mundial se estrenó el 9 de abril de 1941 en el newyorkino Broadway Theatre. ¿Qué se puede agregar a lo dicho sobre "Citizen Kane"? Nada. Apenas una redundancia: que revolucionó el lenguaje cinematográfico como nunca antes se había hecho. Gracias al éxito obtenido por su película, Welles filmó una decena más, entre las que se contaron "Soberbia", "El proceso", "Macbeth", "Otelo" y "Raíces en el fango".

La vida de este creador fue mucho más que sus películas, asi como la de Hemingway excedió sus libros. Conversador infatigable, siempre con su habano en sus labios y un vaso de whisky en las cercanías de su mano, llegó a comer toneladas de langostas. Este hombre estaba en sus frases caústicas; en esa costumbre de inventarse a sí mismo; de dejar proyectos inconclusos; de cambiar de amantes con el entusiasmo de un romano de la decadencia; de romper matrimonios (una de sus esposas fue Rita Hayworth; la última, la condesa italiana Paola Moli); o en su desgracia de perder fortunas en el montaje de su obras teatrales.

En 1942, Welles estuvo en el teatro Cervantes de Buenos Aires donde dijo considerarse "absolutamente nada" en el complejo engranaje del cine. Más tarde, menos modesto, se definió como "gigante en un mundo de enanos". Y varios años después declaró: "Pertenezco a la vieja tradición de los rebeldes; una raza casi extinta". Welles podía encontrarse en cualquier lado: actuando en películas como "Casino Royale" o "El tercer hombre"; escribiendo una columna de cocina en "Los Angeles Magazine"; o irrumpiendo en la TV al lado de Los Muppets o de Johnny Carson. Consideraba a Fellini el más grande de los directores; amaba Italia y odiaba Roma; detestaba a Cecil B. de Mille y a Alfred Hitchcock; y cuando no filmaba, escribía. Este clásico que paradójicamente sigue siendo vanguardista sostenía: "El mal director hace malas películas y el buen director hace buenas películas. En cambio, el gran director crea maravillas absolutas o desastres totales".

Cualquier diccionario informa que Welles nació el 6 de mayo de 1915 en Wisconsin y que murió el 10 de octubre de 1985, de un ataque cardíaco y sin murmurar ninguna palabra parecida al "Rosebud" que abre el enigma de su película más célebre. Datos sueltos. Resulta más acertado precisar que su vida es toda para contar y su obra toda para ver. En síntesis: fue una de esas personas que no pueden obviarse cuando se recorren los entramados del caótico siglo XX.

(Publicado en la revista "Así")

Curly, el más chiflado de los chiflados


Por Humberto Acciarressi

Fue el gordo más castigado de la historia de la pantalla. Fue, y sigue siendo, uno de los cómicos que más hicieron reir a lo largo del siglo XX. Fue uno de “Los tres chiflados”, que en realidad fueron como ocho, de acuerdo con las distintas formaciones que tuvo el trío en las 206 filmaciones que realizaron. Fue, además, el más surrealista de esa especie de corte de los milagros que se formó allá por la década del treinta para solaz del público de todo el mundo. Y sin embargo pocos, como Curly, tuvieron una vida tan dramática, tan cargada de crueles paradojas.

El pelado de los “stooges”, que habia nacido el 22 de octubre de 1903 con el nombre de Jerome Lester Howard, era el hermano de Moe, el psicótico del pelo cortado a la taza que en cada uno de los episodios le propinaba más golpes que a un muñeco tentempié, le torturaba la calva con taladros, o le metía los suficientes piquetes de ojos como para que el propio espectador tramara venganzas irrealizables.
Curly fue, y sigue siendo, uno de los “chiflados” más queridos por el público. En el furor despertado por el trío en las últimas dos décadas, el pelado es el que lleva las de ganar, con camisetas, llaveros, posters y hasta tatuajes con su rostro. Incluso, la hija de Moe dio a la imprenta una biografía sobre su tío, que forma parte de una treintena de obras inspiradas en Curly y sus compañeros de chifladuras.


No resulta ocioso señalar un dato: el día en que los hermanos Shemp y Moe debutaron con el nombre “Howard y Howard” lo hicieron ante una sala vacía, cuando todos los habitués de una cantina ya se habían retirado con el estómago repleto de comida y la satisfacción de haber escuchado a otros cómicos. Sin embargo, expertos en eso de que “el show debe seguir”, los Howard hicieron su rutina para una sola persona: el otro hermano, Curly, que con ojos llorosos aplaudía a rabiar. Ese era el pelado, que por entonces aún tenía una bella cabellera con la que seducía a las chicas que frecuentaban los vodeviles. Un ser sensible, que en la vida real era, paradójicamente, el protegido de Moe.

Curiosamente, la tragedia de la vida de Curly estuvo signada por su éxito. Cuando debió cortarse los rizos de su cabeza para sumarse al grupo, las chicas dejaron de mirarlo, su poder de seducción decayó a límites de pesadilla, se sintió el más feo de los mortales. Con el cráneo estragado por las tijeras y los ojos bañados en lágrimas, se enfrentó a las cámaras. Y en medio de su tristeza, su fama comenzó a saturarlo. Llevaba el enemigo en si mismo, como un “alien” en el estómago. “Los tres chiflados” se convirtieron en un boom y todos sus cortos se difundieron por las 156 estaciones televisivas de los Estados Unidos (vale aclarar que ninguno de los integrantes del trío jamás vió un centavo por esas apariciones en la pantalla, ya que su contrato era con la productora Columbia). En ese marco, el pelado –alejado de las mujeres y muchas veces sin dinero – se hundió en sus melancolías. Como suele ocurrirle a muchos grandes, mientras sigue el show el dolor se afinca en sus corazones y sólo viven gracias a que están sumidos en la vorágine.

Así pasaron los años de gloria, con Curly entregado al alcohol y al arbitrio de las más escandalosas depresiones. Sus compañeros poco pudieron hacer por él. Un mal día sufrió un ataque, quedó hemipléjico y fue reemplazado por su hermano Shemp, otro “stooge” histórico. Seis años más tarde, en 1952, después de sufrimientos y pernurias, murió con el hígado partido en mil pedazos. En el velorio, Moe dijo dolorido: “Yo sabía por qué mi hermano Curly se emborrachaba. El haberse rapado la cabeza lo hacía sentirse rechazado por las mujeres y para encararlas se envició con el alcohol”. Como sus compañeros y amigos lo habían rodeado con un piadoso manto de silencio, nunca antes de su muerte se supo el verdadero drama del peladito castigado en la pantalla y en la vida.

Entre los argentinos, “Los tres chiflados” siempre tuvieron el beneficio del público. ¿Quién no sintió una compasión cercana a la admiración por el sufrimiento del pelado? Casi la misma que se tiene por el pobre Coyote ante su torturador, el insoportable Correcaminos. Pero la historia está a favor de los pequeños. El calvo Curly, como una venganza del destino, tiene todo el amor de los “chifladoadictos”. En una suerte de desagravio por lo que sufrió en los sets y fuera de ellos, su tumba, como la de Elvis, Gardel o Jim Morrison, es la más visitada por los cultores del trío. El gordo pelado es un ídolo entre los ídolos, un muerto ilustre que cada tanto vuelve a las pantallas para extasiar a los amantes de la buena comicidad, a los adoradores de la buena televisión, a los que saben distinguir entre un cómico con todas las letras de un saltimbanqui de pacotilla, de esos que abundan en todo el planeta y en todas las profesiones.

(Publicado en el Diario Oficial de la Feria del Libro Infantil de Buenos Aires)


23 octubre 2006

Scott Fitzgerald, la pasión como tragedia


Por Humberto Acciarressi

"Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado". La frase con la que cierra la novela "El Gran Gatsby" -la más famosa de las obras de Francis Scott Fitzgerald- se lee en la lápida donde descansan los restos del escritor y de su esposa Zelda Sayre en el camposanto de la iglesia Saint Mary de Rockville, en Maryland.

La melancolía de esa prosa llevada al cine - en 1974 fue dirigida por Jack Clayton, con guión de un joven Francis Ford Coppola y las actuaciones de Robert Redford, Mía Farrow y Karen Black - contrasta con la pasión desbordante de otras páginas suyas. Exponente de la llamada "generación perdida" junto a nombres como Hemingway y Faulkner, Fitzgerald llevó hasta los límites el canto del cisne de esos años de manteca al techo, posteriores a la primera de las grandes guerras mundiales en la que intervino como soldado, culminados dramáticamente con la Gran Depresión.

Entre esos tiempos de aventuras y fines de diciembre de 1940 - cuando murió a los 44 años - Scott vivió, gozó y sufrió con toda la pasión posible. Nada, ni en el mundo ni en ese otro universo a veces más vasto que es la literatura, le resultó indiferente. Ganó dinero a varias manos y lo dilapidó con entusiasmo. Paralelamente a la redacción de obras que la crítica recibía con renuencia - "A este lado del paraiso", ""Hermosos y malditos", "Suave es la noche", entre otras-, el escritor padeció los sabores y los sinsabores de sus amores con Zelda.

La locura y los intentos de suicidio de la mujer, las crisis económicas que agravaban la relación, su propia adicción al alcohol y hasta la humillación de tener que convertirse en un escritor a sueldo en los estudios de Hollywood, fueron jalones de su tragedia. Las historias de Pat Hobby, esos bellos y terribles cuentos sobre los que pocos escriben, son en gran parte autobiográficos. Basta leer las cartas del propio Fitzgerald. Poco antes de morir, algunos críticos reconocieron que su voz literaria tenía momentos brillantes. La inacabada "El amor del último magnate", interrumpida por un segundo y definitivo infarto, confirmó ese juicio. Luego, como parece inevitable que suceda, la posteridad hizo lo suyo.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)

22 octubre 2006

Popeye, pobre viejo patético


Por Humberto Acciarressi

La historia de Popeye es una paradoja. Machista hasta el hartazgo, vive atado por la eternidad a los histeriqueos de la horrible Olivia. Hizo crecer de manera prodigiosa el consumo de espinaca (un 33% entre 1931 y 1936, según cifras de la industria norteamericana), y se convirtió en el hazmerreir del mundo cuando en los 80 se descubrió que la hortaliza no poseía tanto hierro como se afirmaba. Su sobrino Wimpy, que llevó la hamburguesa al cielo de la gastronomía, es un tarado sin remedio. Se pasó la vida a las trompadas con cuanto patotero se cruzaba en su camino, hasta que todos advirtieron que también él era un pendenciero. Y sin embargo, atrapado en los estrechos parámetros del arquetipo, sigue siendo uno de los héroes preferidos en el mundo del cartoon.

Elzie Crisler Segar, un dibujante nacido en Chester, Illinois, creó en 1919 la serie cómica "The timble theatre" con historias que giraban en torno de la familia Oyl y de las andanzas de los hermanos Castor y Olivia, y del novio de ésta: Ham Gravy. El 17 de enero de 1929, la flaca y su pretendiente compraron un bote, fueron al puerto a buscar tripulación y se toparon con un sujeto mal entrazado. Cuando el joven le preguntó al futuro héroe si era un marinero, Popeye contestó: "¿Qué se les ocurre que pueda ser?, ¿un cowboy?". Fue el primer bocadillo de su biografía. A partir de ese momento, the sailor tomó cada vez más atribuciones y desplazó del protagonismo de la tira a Olivia Oyl. Con su pipa de mazorca de maíz, sus enormes bíceps alimentados a espinaca, y el tatuaje del ancla, Popeye ("pop eye", ojo saltón) se convirtió en un héroe en toda la línea.

No mucho tiempo después de su aparición, 600 diarios de los cinco continentes lo mostraron en sus páginas en varios idiomas. Sin embargo, suele considerarse el nacimiento del marino el momento en que saltó del papel y la tinta al celuloide. En 1933, debido a la maestría del austríaco Max Fleisher, creador de Betty Boop, se produjo el debut de Popeye en un capítulo de las andanzas de la vampiresa.En una ladera sobre el río Mississippi se alza una estatua de 1,80 metros de altura y 500 kilos del mejor bronce que inmortaliza la figura de Popeye, muy cerca de donde nació Elzie Segar.

Tanta fue la influencia del marino en la vida cotidiana que introdujo en el vocabulario de los norteamericanos dos términos que hicieron carrera: "goon", que define a una persona casera, y "jeep", la palabra con la que desde entonces se definió al GPV (General Purpose Vehicle). Por eso, cuando en 1993 lo quisieron aggiornar para la Feria del Libro de Frankfurt, fue un escándalo. El nuevo Popeye no fumaba, había archivado su traje de marinero y vestía camisas y pantalones de marca. Olivia fue ataviada a la usanza actual y Brutus fue provisto de una colita en el pelo. El "Corriere della Sera" señaló: "Es como repintar la Capilla Sixtina: un sacrilegio".

En 1981, de la mano de Robert Altman y protagonizado por Robin Williams, Popeye volvió al cine con Shelley Duval en la imperceptible carnadura de Olivia. En lo que se refiere a la flaca, en 1992 fue "acusada" de promover el aborto. En rigor, Popeye y Olivia devolvían una muñeca llegada por correo y la escuálida decía: "Hay que devolver este bebé a su creador". King Features tuvo que pedir disculpas. Y extremistas islámicos habían acusado a Popeye como "un mal ejemplo por su romance con Olivia y sus choques con Brutus". Pobre viejo. El tiempo pasa y nadie deja de echarle en cara los flirteos de su novia con el barbudo. Tal vez por eso, cada vez que Olivia lo reclama al grito de "Popeye, Brutus me quiere raptar", a uno le entran ganas de decirle: "Che man, dejá que se la lleve de una vez por todas".

(Publicado en el Diario Oficial de la Feria del Libro Infantil de Buenos Aires)


19 octubre 2006

Mata Hari, la más bella espía

Por Humberto Acciarressi

¿Nadie reclama el cadaver?, preguntó el soldado en la fría madrugada del 15 de octubre de 1917. No hubo respuesta. La mujer que yacía boca abajo sobre el pasto del bosque de Vincennes ni siquiera había necesitado el tiro de gracia para terminar de morir. A los pocos días, el cuerpo fue seccionado por estudiantes de medicina y lo que quedó fue tirado en una fosa común. Así comenzó a forjarse el mito de Mata Hari, la más bella y famosa de las espías que han tejido y destejido tramas en los entretelones de las guerras del siglo XX.

Margarete Gertrud Zelle nació en Holanda el 6 de agosto de 1876, hija de un vendedor de sombreros y una mujer vulgar -fallecida prematuramente- que no dejó huellas en la vida de la niña. Lo poco que se sabe de sus primeros años está distorsionado. Estudió en un colegio de Leyden, que abandonó trás hacerle perder la cabeza a un profesor, y apenas superado los quince se mudó con una tía a La Haya. El primer acontecimiento capital de su vida ocurrió en la adolescencia,cuando leyó el aviso de un capitán del ejército que buscaba novia. Margarete le envió unas líneas como excusa para mandarle una foto. Rudolph Mac Leod - un hombre burdo, diabético, reumático, calvo y sin patrimonio - quedó tan cautivado por esa belleza que le propuso matrimonio.

La boda se celebró el 11 de julio de 1895, tras lo cual la pareja viajó a las Indias Orientales, donde el marido se desempeñó como funcionario colonial y Margarete tuvo dos hijos de destino aciago: Norman y Jeanne. Al primero, cuando tenía dos años, lo envenenó una sirvienta, en venganza por una bofetada que recibió de su patrona. La segunda, paradójicamente, fue fusilada por espía décadas más tarde, cuando servía a los Estados Unidos en los prolegómenos de la guerra de Corea.

Cansada de los golpes de su marido, la señora de Mac Leod se embarcó sola hacia Francia. En plena Belle Epoque trabajó como modelo, hasta que un buen día se le ocurrió presentarse en sociedad escondida trás la máscara de una bailarina oriental: Mata Hari (en malayo "Ojo de la mañana"). La artista deslumbró al tout Paris con sus strip tease - fue la primera en realizar uno sobre el escenario - y con sus extravagancias. Aprovechando su fama y sus encantos, se dedicó a coleccionar amantes: funcionarios, militares, banqueros y aristócratas de diferentes nacionalidades. Veleidades del destino: con la guerra del 14, esas amistades la pusieron en la mira de varios servicios secretos.

El único hombre que Mata Hari amó realmente fue el oficial ruso Vadim de Masslov, por quien cometió el peor error de su vida: su encuentro con Pierre Ledoux, jefe de la inteligencia francesa. Fue él quien le ofreció servir como espía al servicio del país galo, lo que marcó el principio del fin. A partir de entonces la historia europea se confunde con su leyenda personal, pletórica de amores con agregados militares que le confiaban secretos de estado en la alcoba. En Inglaterra la consideraron una espía germana; en Alemania, una agente anglo-francesa. Y en realidad fue las dos cosas y ninguna: Margarete nunca fue más que una aprendiz de James Bond. Atrapada entre dos fuegos, un día triste fue acusada de traición al gobierno francés.

Confinada en una celda, el juicio se llevó a cabo a puertas cerradas. En plena guerra, los jueces ya había resuelto que el veredicto debía ser ejemplificador.En las primeras horas del 15 de octubre de 1917, Mata Hari llevó a cabo unas pocas actividades: se trenzó el pelo negro; se puso unas medias oscuras; se calzó unas zapatillas de tacones altos; y cubrió su kimono con una gran capa de terciopelo. Luego le escribió una carta, firmada con su nombre real, a su hija: "...dentro de dos horas habré muerto sin tener la oportunidad de volver a verte. Eras una niña cuando te dejé (...) eras todo lo que yo tenía, pero no te cuidé (...) La vida ha sido más fuerte que yo...". Ya no le quedaba sino esperar.

Antes de salir de la celda y subir al auto que la llevaría al bosque de Vincennes, se puso un sombrero de fieltro de ala ancha. "Ya estoy lista", musitó a los verdugos. En los segundos previos a caer fusilada se negó dignamente a que le ataran las manos y le vendaran los ojos. A las 5.47 am sonaron los disparos. El pelotón estaba integrado por tiradores expertos, de esos que no fallan. Excluyendo el de salva, de rigor, de los once tiros sólo tres impactaron en el cuerpo de Margarete. Da gusto pensar que nueve soldados se apiadaron de aquella pobre mujer que fue por la vida buscando amores y aventuras, y que terminó desangrada sobre el pasto de la campiña francesa.

(Publicado en la revista "Así")

Curtis y "The North American Indian"



Hace poco, en el Museo de Arte Hispanoamericano "Isaac Fernández Blanco", se presentó la muestra de uno de los fotógrafos más singulares que han existido: Edward Sheriff Curtis. La exposición, que reunió bajo el nombre "Legado sagrado" obras que parecían salidas de un pincel mágico, mostró apenas una parte del trabajo de este artista nacido en 1868 en Wisconsin, Estados Unidos. Para comprender algo de su vida puede mencionarse que a los doce años construyó su primera cámara fotográfica y que antes de casarse ya tenía su propio estudio en Seattle. No deben obviarse una expedición a Alaska en 1899 y un viaje a Montana para documentar una danza indígena del sol.

Impresor virtuoso, utilizando raras técnicas para trabajar los negativos y la foto posterior, entre 1907 y 1930 se dedicó a ejecutar la obra cumbre de su vida: "The North American Indian". Se trata de una colección de veinte tomos, con más de 2.200 fotografías originales sobre el indio norteamericano - apache, navajo, hopi y otros que sobrevivieron a las sistemáticas matanzas -, realizadas con el objeto de documentar las costumbres de los pueblos nativos.

El proyecto le costo caro: perdió salud, dinero y familia. En 1930 estaba definitivamente quebrado. Y hasta su muerte, en 1952, vivió en la pobreza y en la oscuridad más absoluta. Su obra, después de décadas de permanecer en catálogos de rarezas, hace poco salió a la luz y los estudiosos analizan cada uno de sus fotogramas. Lo que no es poco para quien, en el peor de los momentos históricos, emprendió una tarea condenada al fracaso. Lo que no significa nada, pero tiene cierta belleza.

17 octubre 2006

El resentimiento de un pintor frustrado


Por Humberto Acciarressi

En los primeros días de 1907, un joven callado, neurótico y de pocas pulgas llamado Adolf Hitler descendió de un tren en la estación de Viena. Llegó con una idea fija y varios temores: debía rendir su examen de ingreso en la Academia de Bellas Artes. Días más tarde, un escueto parte de los profesores dio cuenta del talento del aspirante: "Resultados insuficientes; ejercicios de dibujo insatisfactorios". Un año después, obsesionado hasta el patetismo, volvió a intentarlo. Le fue peor: ni siquiera lo dejaron concluir el examen. Su furia cobró, con el tiempo, el tronar de un dios resentido.

Exactamente treinta años más tarde, el 19 de julio de 1937, el joven neurótico de la pasión pictórica ya se había convertido en el engendro más peligroso que habitó un siglo de sangre y muerte. Dueño del poder absoluto en Alemania, con la mente puesta en futuros territorios anexados y en la destrucción de todo aquel que no se cuadrara frente suyo, Hitler tomó una lejana y varias veces saboreada venganza. En Munich, con la presencia marcial de sus camaradas, inauguró la exposición "Arte degenerado", en la que se exhibieron 650 obras de 112 artistas pertenecientes, entre otras, a las escuelas cubista, expresionista, dadaista y surrealista.

De esa forma grandilocuente, los fanáticos de las SA y las SS se burlaron de los cuadros que colgaban de las paredes, con las firmas de Grosz, Picasso, Kandinsky, Matisse, Klee, Barlach... Uno de los pintores más odiados por el Fürher, Ernst Luwig Kirchner (su cuadro "Escena callejera en Berlin" era el que más irritaba al artista frustrado), no pudo aguantar mucho. La humillación lo empujó al suicidio en la primavera siguiente, cuando en el mundo sonaban los tambores de la guerra. Casi nadie advirtió la muerte de quien había sido uno de los baluartes del grupo de vanguardistas alemanes "El puente".

Mientras algunos de los mejores escritores y artistas se iban del país y de los territorios ocupados, Hitler colgaba de las paredes de su casa un cuadro abominable, su preferido, un engendro parido por la obsecuencia de Hubert Lanzinger, en el que se veía al Fürher montado a caballo con porte de gladiador teutónico. Más prácticos que el amo, sus colaboradores enriquecían sus colecciones privadas con obras saqueadas a los judíos y a los museos de las regiones ocupadas.

Tres días antes del fin de la guerra, los aliados elaboraron un listado de piezas robadas, donde dieron a conocer una red de "comercio ilegal", si es que durante el imperio del nazismo pudiera hablarse de algún tipo de legalidad. Uno de los centros del latrocinio fue la galería Fisher, de Lucerna (Suiza), cuyos marchands estaban conectados con colegas del resto de Europa y de América latina. Entre los jerarcas nazis que negociaron con la firma helvética se encontraba el número dos del régimen, Hermann Goering, quien tenía una fluida relación comercial con el marchand berlinés Indreas Hofer.

Para tener una idea de la forma en que se manejaban los señores de Hitler basta una anécdota. En una oportunidad, Goering - el mismo energúmeno que decía "Cuando oigo la palabra cultura saco el revolver" - se cobró una deuda de 250 mil francos suizos con una colección de pinturas impresionistas robadas en museos de la Francia ocupada. En la Paris actual se calcula que un tercio del arte poseido por particulares fue embarcado a Alemania durante la guerra.

Cuando eso ocurría, mientras los alemanes se topaban en las plazas con las estatuas wagnerianas de Arno Breker; se extasiaban con la voz de Marlene Dietrich interpretando "Lili Marlene" de Norbert Schultze; se maravillaban con la grandilocuencia fílmica de Leni Riefenstahl; o deglutían en cantidades industriales los mamotretos propagandísticos y sensibleros del Reich; los jerarcas guardaban en sus cajas de seguridad lo mejor del arte de los últimos dos siglos. Hitler, menos interesado en un Matisse o en un Picasso que en sus delirios de grandeza, tenía otros gustos. En sus ratos de ocio dejaba correr el tiempo mirando westerns y comedias musicales de Hollywood, deleintándose con los pasos de baile de Fred Astaire y Ginger Rogers, y admirando a Greta Garbo (...).

(Publicado en la revista "Noticias")

14 octubre 2006

Los monstruos amigables de Fermín Eguía


Por Humberto Acciarressi

"El arte de Fermín Eguía suscita todo el tiempo la sensación de la inminencia y de la gracia; exhibe las imágenes de una realidad perdida que siempre estamos a punto de alcanzar". La frase, que le pertenece a Ricardo Piglia, permite acotar un par de reflexiones. La primera, que Eguía ha logrado plasmar el más extraordinario bestiario del arte argentino. En segundo término, que este maestro nacido en 1942 organiza su obra en torno a un animismo infrecuente en las estéticas vernáculas. Cuando se dice que su mirada desnaturaliza lo que lo rodea, faltaría añadir que, en realidad, Eguía vuelve natural lo que en una primera aproximación parece monstruoso. Por eso es que vuelve entrañables, queribles y hasta bellas, esas deformidades anacrónicas que ha pergeñado su imaginación.

John Tenniel (1820-1914), el amigo de Lewis Carroll e ilustrador de "Alicia...", es un buen antecedente para entender a Eguía. La crueldad aparente de su obra es, apenas, ironía. Y en la paleta de maldades del arte habría que reflexionar cuál es peor. Si Tenniel desdibujaba la realidad de la que él no tenía dudas, Eguía parece rastrear esa metarealidad que alguna vez llevó a Paul Eluard a afirmar que "hay otros mundos, pero están en éste". O dicho de otra manera, lo disparatado no lo es tanto.

Laura Malosetti indica que las obras de Eguía "ofrecen una vía de entrada engañosa, en apariencia fácil y divertida, a cuestiones arduas que a veces se agazapan en ellas". En su primer catálogo, su maestra Aída Carballo escribió: "Es dibujante y es poeta y sonríe cuando se lo dicen". Acuarela, óleo, acrílico, técnicas tradicionales. Su innovación viene por otro lado, por la revulción de su estética, por lo áspero de su poesía. No cabe duda que Eguía está predestinado a seguir concitando entusiasmo entre las jóvenes generaciones. Tiene la frescura, la calidad y hasta el don de complicidad que requieren los buenos espectadores.

(Publicado en "Tiempo de Arte")









San Aspirinus y el otro Hoffmann


Por Humberto Acciarressi

La revista Newsweek aventuró en una oportunidad que hay cinco inventos sin los cuales no se podría vivir: el automovil, la lamparita eléctrica, el teléfono, el televisor y la aspirina. Claro que podrían -según el gusto de cada uno - añadirse otros. Pero vamos a quedarnos con la arbitrariedad de la publicación norteamericana, no perdamos tiempo en lamentar las ausencias, y coicidamos en que en algo tuvo razón. Sobre todo si se considera que, en lo relativo al fármaco, se consume diariamente la friolera de 216 millones de comprimidos en el mundo. Y, como dato no menor, en la Argentina la cuarta parte de esa cifra de escándalo.

Pero ya que estamos con estadísticas, no conviene dejar de lado que en los Estados Unidos - pastillas más, pastillas menos - se ingieren 16 mil toneladas de aspirina por año y los norteamericanos invierten en ella unos 2.000 millones de dólares. Claro que todas estos guarismos quedan reducidos a juegos de ábaco si se considera la más escalofriante de las cifras: desde que comenzó a comercializarse en 1899, los seres humanos consumieron 350 billones de comprimidos de aspirina.

La cronología del más popular de los medicamentos tiene una larga prehistoria, un hito fundamental y una posteridad asombrosa. Entre los hechos de la primera, el uso de la corteza de sauce para el tratamiento contra la fiebre y el dolor; las investigaciones de científicos europeos de los siglos XVIII y XIX; y los esfuerzos de un laboratorio destinado a hacer historia: Bayer. El mojón clave está registrado en el diario de Félix Hoffmann (el otro, no E.T.A Hoffmann, el de los cuentos célebres, aquel escritor y compositor prusiano que fue una de las figuras claves del romanticismo alemán) . Fue el químico quien anotó el 10 de agosto de 1897 en su cuaderno de notas, la creación del ácido acetilsalecílico puro.

La historia informa que Hoffmann se abocó a la tarea para hacer más llevadera la vida de su padre, a quien los dolores de una artritis reumática lo tenían incapacitado. El fármaco conseguido del proceso de acetilación del ácido salecílico se patentó y comercializó con el nombre de Aspirina el primero de febrero de 1899. El 6 de marzo de ese mismo año, se lo incluyó con el número 36.433 en la lista de marcas comerciales de la Oficina Imperial de Patentes de Berlín. No huelga agregar que en los procesos previos, hubo un nombre alternativo que alguien barajó para el producto: Euspirina. La leyenda dice que una votación unánime de la junta directiva de Bayer optó por Aspirina en honor a San Aspirinus, obispo de Nápoles, considerado el santo de las cefaleas.

Lo que jamás hubiera imaginado Félix Hoffmann es que la aspirina, cuando los vuelos a la Luna apenas estaban en la imaginación de Julio Verne o Cyrano de Bergerac, iba a llegar al satélite en el botiquín de la nave Apolo XI en 1969. O que uno de los grandes escritores del siglo XX, Franz Kafka, no podía escribir una línea si no calmaba sus dolores con ella. O que la aspirina estaría citada en más de cien grandes obras literarias, desde Gómez de la Serna hasta García Márquez. Hoffmann, sin embargo, vivió en el anonimato hasta su muerte el 8 de febrero de 1946 en Suiza. Allí pasó varios años dedicado a una pasión que nada tenía que ver - o acaso sí - con la farmacia o la química: la historia del arte. Tampoco sabemos si logró mitigar los dolores del padre. A veces suele ser curioso el destino de algunas personas.


(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)






11 octubre 2006

Alberto Laiseca: los bigotes de un escritor de culto


Por Humberto Acciarressi

Con sus mostachos abundantes, el cuerpo algo encorvado, el tono pausado y profundo de su voz, en la España de Cervantes lo habrían confundido con un Quijote citadino, en la Francia de Alejandro Dumas con un mosquetero de D´Artagnan, y en la Inglaterra de Walter Raleigh con uno de esos bucaneros que asolaban las costas con entusiasmo. Pero Alberto Laiseca nació hace 60 años y pico en Rosario y las historias de esos célebres espadachines y piratas las consumió en libros que hoy nadie lee. En La Razón de los 80, alternaba su trabajo como corrector con la escritura, casi secreta, de una obra que los años instalarían entre las más singulares de estos pagos. Aunque ya había publicado "Su turno para morir", "Matando enanos a garrotazos" y "Aventuras de un novelista atonal", pocos sabían que en un ajado y engordado maletín negro llevaba los originales de "Los Sorias", cuyos capítulos daba a leer a ciertos compinches (el autor de estas líneas, entonces encargado del suplemento literario y mucho más joven que él, fue uno de ellos, lo que habla de su generosidad). Deberían pasar casi 16 años - y una decena de libros - antes que esa novela tuviera el beneficio de la imprenta.

Cuando "Los Sorias" fue editada en 1998 - apenas 300 ejemplares, lo que tira por la borda la pretensión de miles de personas que aseguran haberla leído -, Ricardo Piglia fue contundente: "Es la mejor novela escrita en la Argentina desde "Los siete locos", de Roberto Arlt. Ahora, ese libro con aspiraciones de infinitud que consta de 1350 páginas, circula por las librerías gracias a Gárgola. Y este hecho lo encuentra a Laiseca con actividades paralelas, como leer cuentos de horror de autores tan dispares como Lovecraft y Manucho Mujica Lainez, Giovani Verga y Lafcadio Hearn, en un micro de canal de cable . Laiseca sabe que ser un escritor de culto tiene sus pro y sus contra. "Entre las ventajas de ser un long-seller figura la que uno puede presumir que una vez muerto se lo seguirá leyendo. Como desventaja, el dato ineludible que la venta es lenta", dice saboreando el humo del cigarrillo.

El autor de "Poemas chinos" no usa computadora. "Tengo una vieja máquina Cónsul. La novela, especialmente el realismo delirante que hago, necesita del papel. La computadora es un invento del Príncipe de las Tinieblas. Si no hay una cultura previa, si antes no leíste muchos libros, Internet no sirve para nada. Me gusta la televisión, pero estoy preparado por esas lecturas. Un gran problema actual es que la gente cree que un libro no le cambia la vida". ¿Y qué hacemos ante un panorama tan apocalíptico, Alberto?, preguntamos. "Lo que se pueda - conjetura Laiseca -, aunque tengo la sensación de que todo resultará poco. En cualquier caso, seguir creando. Yo escribo para los demás, en una isla desierta no lo haría. No creo en esas giladas. Tampoco puedo permitirme aflojadas, porque el nihilismo es una traición al ser". Y en esos trámites de la creación, Laiseca adelanta que ya está abordando otra obra monumental, que se titulará: "Sí, soy mala poeta, pero...". Y para concluir sostiene que "igual no hay que preocuparse demasiado, porque la imaginación triunfará aunque nada autorice a sospecharlo". Y si él lo dice, no hay razones para no creerle.


(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)

10 octubre 2006

Betty Boop, el terror de los puritanos


Por Humberto Acciarressi


¿Fue real o ilusoria? Con sus enormes ojos redondos, sus pestañas movedizas, su voz sugestiva, su pollera cortita y sus ligas hizo ratonear a chicos y grandes allá por los años 30…y más acá en el tiempo también. Y en consecuencia se convirtió en el terror de los moralistas y puritanos que vieron en ella un engendro demoníaco, una figura satánica destinada a provocar la lascivia de los hombres y el escarnio en las mujeres. Entonces, ¿fue real o ilusoria? En todo caso fue Betty Boop, la primera – y tal vez única, ya que las posteriores Valentina o Barbarella tenían atributos diferentes – heroína del dibujo animado que llevó las sugerencias sexuales al universo de los cartoons, al ritmo de las músicas de Cab Calloway, Don Redman y el propio Louis Armstrong.

Betty nació el 9 de agosto de 1930 en los estudios de Max Fleischer, dicen que inspirada en estrellas de carne y hueso como Mae West o Claudette Colbert. Su infancia debe haber sido muy triste, ya que tuvo padre –su creador Myron Natwick-, pero obviamente careció de madre. Aunque para paliar esa ausencia su progenitor siempre estuvo con ella, e incluso tuvo el mal gusto de sobrevivirla medio siglo, ya que el dibujante murió a los cien años en 1990. Por esos azares de la vida, la Boop se convirtió en una rebelde que convulcionó la sociedad. Su primera aparición fue en “Dizzy Dishes”, donde era una especie de mujer-perra que erotizaba los instintos caninos del astro Bimbo, a su vez un perro humanizado.

Unos meses más tarde, aquel engendro sensual ya se había convertido en la Betty tradicional, con la melenita corta, la boca con forma de corazón y ese cuerpito insinuante que volvía locos a todos los hombres, dentro y fuera de la pantalla. Y la ira de la cantante Helen Kane, que entabló una demanda por… ¡apropiación ilegítima de personalidad!. Una de las mejores definiciones la dio, varias décadas después, el padre de la criatura: “Aunque nunca fue vulgar ni obsena, Betty era una sugestión que uno podía deletrear en tres caracteres: S-e-x”.

La curvilínea chica siempre estuvo acosada por pretendientes de toda laya con un común denominador: eran galanes interesados en pasar una buena noche en su compañía. Y aunque a veces Betty les hacía sonar la cara de una cachetada, en otras oportunidades… La verdad es que en el dibujo nunca pasaba nada, pero al ningún televidente se le escapaba que todo “ocurría” al finalizar el episodio. O las cosas que se insinuaban, como cuando un empleador le preguntaba a Betty con ojos que eran una denuncia: “Así, mi belleza, que quieres un trabajo”. No hay que olvidar que todo esto ocurría a comienzos de la década del treinta. El jolgorio y la libertad duraron cuatro años que fueron una eternidad para los puritanos norteamericanos. No en vano, cuando inventaron el Código Hays para la censura, una de las primeras víctimas fue Betty Boop. Al principio hubo resistencias, pero un mal día de 1934 los moralistas le ganaron la batalla.

Obligada por los censores a alargar sus faldas y a trocar la seducción por la bobería, Betty perdió la picardía y se volvió sosa, Sus insinuaciones al ritmo de “Esa es mi debilidad” se convirtieron en resignaciones acompañadas por el “Blues de la limpieza hogareña”. En una palabra, los censores hicieron de Betty una pobre chica que –al ser un dibujo animado – ni siquiera tenía la capacidad de soñar con tiempos mejores. Se fue consumiendo en una anemia terminal, mientras los que le habían quitado la sangre se ensañaban con otras colegas ficticias, como la Jane de Tarzán.

Aunque llegó a los cien cortos (de uno de ellos surgió Popeye el marino), la Boop se murió irremediablemente en 1939, cundo comenzaba la Segunda Guerra Mundial y el mundo estaba lo suficientemente aterrado como para preocuparse por un dibujito animado. Su “boop-boop-a-doop” se perdió en el tiempo y sus curvas sensuales sucumbieron ante el avance arrollador de las mujeres de carne y hueso.

Muchos años más tarde, en 1984, el dibujante Bill Menéndez la hizo revivir para un especial de televisión de media hora emitido por la cadena CBS. La última vez que se la vio estaba muy triste, batiendo con nostalgia sus pestañas. Fue en la película “¿Quién engañó a Roger Rabbit?”, donde se enamoraba vanamente del protagonista. En la actualidad está obligada a vivir en la videoteca de sus fanáticos, que no son pocos, y cada tanto alguna moda la dibuja en posters, toallas, vasos y relojes. En conclusión, pobre mujercita de tinta, soñada y soñadora, compelida a ser acosada hasta la eternidad por esos galanes odiosos y envidiados.

(Publicado en la revista "Así")

09 octubre 2006

Charles Fort, archivero de lo imposible


Por Humberto Acciarressi

Gordo, semicalvo y con unos bigotes que lo hacían parecer una foca, Charles Fort - a quien H.P.Lovecraft consideró su maestro - fue un buceador de profundidades peligrosas, ex-periodista y embalsamador de mariposas, dado a la tarea de registrar en un libro centenares de hechos malditos. Recorrió ávidamente decenas de bibliotecas, consultó diarios, revistas y anales de todas las épocas , y recopiló miles de acontecimientos insólitos. Cuando publicó "El libro de los condenados", en 1919, los círculos intelectuales de Nueva York se conmocionaron. Ignorado rápidamente por los académicos de la ciencia, la literatura se hizo cargo de este incómodo hombrecito del Bronx.

Charles Fort fue un apasionado de lo inverosimil, un convencido de que la realidad siempre supera lo ya visto. Por eso la duda está en la base de toda su filosofía. Y no es para menos si se considera que en su trabajo paciente y obstinado encontró pruebas de la existencia de lluvias de animales vivos, de azufre o de carne; de cataclismos inexplicables o de inscripciones sobre meteoritos; de nieves de color negro o de soles y lunas azules o verdes. "Antes de las primeras manifestaciones del dadaísmo y del surrealismo - apuntan Louis Pauwells y Jacques Bergier - Fort introducía en la ciencia lo que Tzara, Breton y sus discípulos iban a introducir en las artes y en la literatura: la apasionada negativa a jugar un juego donde todos hacen trampas, la furiosa afirmación de que hay otra cosa".

Y Fort sabía que los científicos hacían trampas. Había constatado que escondían datos, que se volvían frenéticos cada vez que un episodio inverosímil aterrizaba en sus mesas de trabajo. Demasiado honesto para entrar en el juego, se abocó a retarlos a duelos imaginarios, les arrojó en la cara todos los hechos que aquellos - simulando distracción - empujaban a sus basureros. Por eso señaló al final del capítulo primero: "... no parece aproximarse (la ciencia) a la consistencia, a la solvencia, al sistema, a la posibilidad y a la realidad, más que condenando lo irreconciliable o lo inadmisible. Todo iría bien. Todo sería admisible. Si los condenados quisieran seguir siendo condenados". En este sentido, puede decirse que Fort es un Robin Hood de los excluidos y "El libro de los condenados" la venganza de un hombre honesto.

Jorge Luis Borges nos ha contado las tribulaciones de Carlos Argentino Daneri en su cuento "El aleph", punto en el que se encuentran todas las cosas del mundo. El propio autor de "Ficciones", en el prólogo a "La muerte y su traje" de Santiago Dabove, reconoció que "ni siquiera sabemos con certidumbre si el universo es un especimen de literatura fantástica o de realismo". Años antes, William Blake había mentado ese grano de arena en el que confluye todo el universo, y Andre Breton, en el Segundo Manifiesto Surrealista, pudo escribir que "todo induce a creer que existe un cierto punto del espíritu desde donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser contenidos contradictoriamente". Todo eso nos lleva inevitablemente a "El libro de los condenados", un aleph libresco salido de la paciencia del demiurgo Fort.

El sabio del Bronx reveló sus datos sin atenuantes ni eufemismos; no quiso dejar nada en el tintero; se obstinó en no desaprovechar un dato. Más que a la obra literaria, Fort aspiró a la enciclopedia. Sabía que sus antecesores no habían llegado tan lejos y sospechaba, con buen criterio, que sus herederos no avanzarían más". No es dificil imaginar que un hombre como Fort se sienta una especie de superhistoriador. Nadie se pasa la vida hurgando archivos y tomando notas; descansando sólo de vez en cuando; o se casa con una mujer por su absoluta falta de interés intelectual; sin considerarse una suerte de ser irremplazable, un sacerdote sin acólitos. "Al principio - dijo en una oportunidad - algunos de mis datos eran tan espantosos o tan ridículos que al ser leidos sólo merecían repulsa o desprecio. Ahora la cosa va mejor: queda un poco de lugar para la piedad".

Aunque de alguna manera fue un imaginero de lo fantástico, la gran preocupación de Fort estuvo centrada en el dominio de las grandes generalidades. No le interesaban los hechos aislados sino las relaciones que pudiera haber entre ellos. Pero el destino puede ser caprichoso: "El libro de los condenados" quedó suspendido débilmente en los arrabales de la literatura y su autor excluido para siempre del ámbito de la ciencia. Los otros libros del autor del Bronx ("Tierras nuevas", 1923;"Lol", 1931 ;"Talentos insólitos", 1932) no pasan en la actualidad de ser una mera curiosidad. La Sociedad Charles Fort, fundada luego de la muerte del sabio acaecida el 3 de mayo de 1932, se disolvió en 1959 apartada de los principios forteanos. La revista "Duda", órgano de la entidad, corrió la misma suerte. Desde la década del 50, miles de volúmenes vienen abordando hechos malditos que van desde los promocionados Ovnis hasta los megalitos de Córcega. Todos ellos tienen una deuda incobrable con "El libro de los condenados".

En la actualidad -mal que le pese a sus adeptos - la vida y la obra de Fort parecen una ficha más de su vasto archivo, otro hecho maldito del que nadie se hace cargo. Como sus lluvias de sangre, sus gigantes, sus gnomos o sus platillos voladores, Charles Fort también es un condenado que espera su reivindicación en este ingrato mundo de exclusiones, a veces más terrible que ese abracadabrante supermar de los Sargazos que él se atrevió a postular hace años desde un barrio marginal de Nueva York.

(Publicado en "El Espectador de la Cultura")

06 octubre 2006

La violación a Scarlett O´Hara


Por Humberto Acciarressi

Hace unos años, en la revista "Noticias", el autor de estas líneas escribió una nota sobre un hecho curioso, para definirlo livianamente. Resumamos: la feminista norteamericana Marilyn Friedmam había realizado una denuncia. Rhett Butler, el capitán sureño encarnado por Clark Gable en "Lo que el viento se llevó", violó a Scarlett O´Hara -interpretada por Vivien Leigh - en la escena cumbre del romanticismo de Hollywood. "Se muestra al violador como a un hermoso hombre cuya dominación es placentera en la cama y a la mujer feliz por tener su propia elección sexual", decía la ensayista. Fue otra feminista, la escritora Helen Taylor, quien tomó el guante.

En la obra de Margaret Mitchell la escena no admite dudas. Butler sube a una asustada Scarlett por la escalera y... "por la mañana, O´Hara había sido humillada, lastimada y usada brutalmente". En la vida real, la condena sería contundente y unánime. Sin embargo, Taylor - que realizó un estudio con mujeres que vieron el film de Victor Fleming o leyeron el libro - reveló que la mayoría de ellas sintió la escena eróticamente excitante, emocionalmente conmovedora y profundamente memorable. En buen romance, a pesar de intuir la violación, muchas mujeres la aceptaron de buen grado y -cabe suponer- hasta se identificaron con Scarlett.

Hay que acotar que lo que dice el libro y en el film apenas se intuye, para muchas feministas sienta un precedente perverso: el ocultamiento de un delito aberrante, un pasar gato por liebre. Para otras, el hecho artístico les crea el marco de un juego ilusorio en el que la culpa queda abolida y toda moral se relativiza. Es de suponer que ni unas ni otras son partidarias de la violación. Triunfo del arte, en todo caso, que llega hasta ese sitio fascinante e insondable del inconsciente para abrir las puertas de un dilema.

Pero de estos delirios que surgen cuando el arte se cruza con la sociología - en ocasiones atrayentes y con buena tela para cortar - pueden extraerse curiosidades. Por ejemplo que "Lo que el viento se llevó" fue el único libro que escribió Margaret "Peggy" Mitchell cuando ya había dejado el periodismo y mientras se recuperaba de un accidente. La obra le demandó una década de escritura, se publicó en 1936 y le valió un Pulitzer unos meses más tarde. El 16 de agosto de 1949, cuando tenía menos de 50 años y a diez del éxito de la película, la atropelló un taxi y la mató. De la supuesta continuación del libro de la escritora de Atlanta - nos referimos a "Scarlett", novela publicada en 1991 por Alexandra Ripley - mejor ni hablar.

Parada de tranvías en Corrientes y Florida en 1950


05 octubre 2006

Lavandera en el río de Buenos Aires, a fines del siglo XIX


Django "Dos dedos" Reinhardt según Sabat


Por Humberto Acciarressi

William Gottlieb, en 1947, obtuvo un retrato de Django Reinhardt. Allí, el guitarrista, con un cigarrillo en la boca y una sonrisa hacia dentro, se mira la devastada mano izquierda, o los dos únicos dedos que podía utilizar de ella, mientras la derecha le saca al instrumento un sonido que la instantánea no perpetuó. Salvo por esto último, la fotografía es perfecta. Una excelente imagen para describir el mundo físico y espiritual de este gitano nacido en un carromato el 23 de enero de 1910 con el nombre de Jean Baptiste Reinhardt.

Esa foto de Gottlieb es, claro, un homenaje. Como también lo es, por carácter transitivo, la película "Dulce y melancólico", de Woody Allen, donde Sean Penn interpreta a un guitarrista obsesionado por Django, a quien considera el único en el mundo que lo supera; un lejano y singular artista que hace tambalear su gran ego. Woody, en el falso documental, inventa a este músico al que bautiza Emmet Ray para hacer un tributo al gitano ilustre.

El tercer homenaje -"una interpretación gráfica de Django Reinhardt" para ser precisos - se la debemos al gran Hermenegildo Sábat, el hombre que llevó la caricatura a las cimas del arte. En su libro "Dos dedos" - Django perdió los otros en un incendio y se salvó de milagro que le cortaran la mano -, editado por la Universidad de Quilmes, reune más de cuarenta ilustraciones del músico, desde su nacimiento en un carromato en Bélgica hasta su muerte, el 15 de mayo de 1953, en un hospital de Fontainebleau, a la vuelta de una gira por Suiza.

Sábat, es archisabido, no sólo es un gran conocedor del jazz y sus vericuetos apasionantes. También - lo que no es poco - escribe bien. Imposible, entonces, obviar su introducción al libro, que comienza: "Este es un cuento de gitanos y, aunque sea bastante conocido, no resultará aburrido repetirlo". Y Sábat no exagera ni peca de falsa modestia. En lo referido a las imágenes, son "Sábats" llevados a un grado sumo como el elixir. Imágenes poéticas de dulce melancolía, logran que el espectador recorra la vida de aquel músico impar que supo hacerle gambitos a la adversidad, por lo menos para dejar algunas de las piezas más conmovedoras de la historia del jazz. El resto, ya sea con sus palabras o sus bellas imágenes, lo dice mejor Hermenegildo Sábat.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)



Ajenjo, o los tiempos del Hada Verde

Por Humberto Acciarressi

Un cuarto pequeño, las mesas de un bar, la habitación de dos amantes, el reservado de una confitería de lujo, el living de un prostíbulo. Los protagonistas, un escritor que sueña con una fama que no le llegará en vida, un pintor que no tiene dinero para velas ni comida pero sí para pinceles, un millonario excéntrico que oficia de mecenas de artistas en bancarrota. Escenarios y personajes. Típicos de una página de Balzac por sus características o de una de Murger por su sensibilidad. El cuadro - fines del siglo XIX, comienzos del XX - no estaría completo si en un momento de la reunión no entrara un chico o una joven con una bandeja, copas y un líquido que algunos denominan la Diosa y otros el Hada, pero siempre acompañado por el "verde". Se trata del ajenjo, la bebida de los románticos, aquella que los médicos juraban que conducía a la locura y la muerte, lo que no logró que artistas de todo rango, fama y posteridad lo consumieran en noches de orgías reales o literarias.

Uno de los hermanos Goncourt, precisamente a la muerte de Henri Murger, hablaba de "los vasos de ajenjo que brindaban consuelo luego de una visita a la casa de empeños". Y Gustav Flaubert, refiriéndose a la vida de los escritores, sostenía que "lo primero es compartir unos pocos vasos de ajenjo en el Café du Cirque". El propio autor de "Madame Bovary", en su diccionario de ideas adquiridas, reproduce un lugar común en la Francia de entonces. Define el ajenjo como "un veneno excelentemente violento. Un vaso y estás muerto. Los periodistas lo beben mientras escriben sus artículos. Ha matado a más soldados que los beduinos. Será la destrucción del ejército francés".

Entre quienes consumieron ajenjo con impar entusiasmo se contaron Verlaine y su amigo (y luego enemigo) Rimbaud, Baudelaire, Oscar Wilde, el taumaturgo Aleister Crowley, Alfred Jarry, Van Gogh, Toulouse-Lautrec, Allais y Hemingway y Picasso cuando ya la prohibición había caido sobre la bebida. De todo esto trata el libro "Ajenjo, mito e historia", de Phil Baker, recientemente editado por Cántaro. Es curioso como una manera de fumar o de beber, un tipo de tabaco o una bebida, puede marcar a fuego una época. Desde sus modestos orígenes hasta su apogeo cuando despuntaba el siglo XX, el ajenjo se convirtió en un ícono cultural reverenciado por sus consumidores y acólitos. La enorme cantidad de menciones de obras literarias basta para darse una idea de esto.

Con el correr del tiempo, el Hada Verde fue perdiendo adeptos. Hacia después de la Segunda Guerra Mundial, Robert Fraser hablaba sobre "el viejo bohemio destruido por tantos años de beber ajenjo y cafés de Monmartre". Y en una novela de Kingsley Amis se menciona al ajenjo como "una bebida divertidamente horrible".A fines de los ochenta, luego del derrumbe de la URSS y durante la Revolución de Terciopelo de 1987 en Checoslovaquia, hubo un revival del Hada Verde. Esto también se trata en el libro, pero ya pertenece a otra historia. Los años de Verlaine, en lo que a esto se refiere, son bien lejanos.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires )

Pabellón del Hospital Británico, circa 1890


Al rescate de Edith Nesbit


Por Humberto Acciarressi

Cuando cualquier don nadie tiene decenas de páginas de internet con su biografía, la bohemia escritora victoriana Edith Nesbit casi no figura. Su libro más famoso, "Cinco niños y eso", fue llevado al cine con poco éxito, pero gracias a la editorial Andrés Bello - que ya había editado "Historias de dragones" - ahora lo tenemos en castellano traducido por Márgara Averbach. Sin embargo, el mundo hispanoparlante aún está en deuda con esta mujer que sentía un gusto especial por escandalizar a sus contemporáneos, fumaba como una chimenea, fue una activa militante socialista, escribió ficción y artículos durante años, hasta que un día se largó a cultivar la literatura infantil con tanta suerte que en poco tiempo se hizo de una fortuna considerable.

Bohemia como pocas en esos tiempos victorianos - había nacido en 1858 y murió en 1924 - entre sus admiradores se contaron H.G.Wells y Rudyard Kipling. Y se chimenta que tuvo amoríos con Bernard Shaw. Casada a los 22 años, tuvo hijos propios y cuidó hijos ajenos, en una vida desmesurada que alguien debería encarar seriamente. Según se cuenta, su altura, sus vestidos y sus largos collares, le daban un aire que escandalizaba a las damas y atraía a los hombres. Generosa con sus invitados, fue de la riqueza a la pobreza en varias oportunidades, pero nunca escarmentó. Ni mucho menos se arrepintió.

Hace ya muchos años, Gore Vidal escribió - por suerte el artículo aún se encuentra en internet, aunque en inglés - una reivindicación de Nesbit. Entre otras cosas, se quejaba que tampoco fuera publicada en el mundo de habla inglesa. Algunos bibliófilos deben recorrer las librerías de saldos para encontrar algunas de sus obras. Eso a pesar de que ciertos autores la consideran - tal vez exageradamente, pero una injusticia deriva en la otra - como la primera escritora moderna para niños. Si Joanne Kathleen Rowling, con Harry Potter en su millonaria manga, ha reconocido su deuda literaria con las historias de Nesbit, también es justo recordar que en tiempos en que la autora de "El castillo encantado" escribía, ya existía "Alicia en el país de las maravillas" del reverendo Dogson, mundialmente conocido como Lewis Carroll. Y ese no es un dato menor.

No es ocioso anotar que todos los libros de esta singular autora, aún en la actualidad, están firmados "E.Nesbit". Igual que George Sand en el viejo continente y que Emma de la Barra entre nosotros, Edith sospechaba que descubrirse públicamente como mujer era peligroso para el destino de sus libros. Y aunque muchos sabían de quien se trataba, los miles de lectores lo ignoraban cuando leían "La ciudad mágica" o "Historia de un amuleto". Es cierto que fue una de las primeras en introducir el elemento fantástico en las obras para chicos. Pero esa fantasía no le hace gambitos a la realidad, con la que ella - salvo esos paréntesis de éxito editorial- debió lidiar desde la muerte de su padre y su pupilaje en una escuela, hasta su propia muerte, de la que ahora parece volver a caballo de líneas que bien valen una lectura.

( Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)


02 octubre 2006

Borges: las palabras y las cosas

























Por Humberto Acciarressi

El universo literario no tiene muchos ejemplos como Jorge Luis Borges. Casi no hay, incluyendo a Cervantes y Shakespeare, un escritor sobre el que parece haberse dicho todo. No por orfandad de teorías o enfoques, sino por exceso. Millones de sitios en Internet, miles de libros sobre su obra y su vida huérfana de grandes aventuras, no han dejado casi ningún costado por donde arar. Y razones no faltan. Autor de la prosa más revolucionaria del idioma castellano en los últimos siglos, escribir “borgeanamente” es una maldición que muchos no pueden eludir.

Ni siquiera cuando murió en 1986, hace dos décadas en la lejana Ginebra, dejó de ser blanco de las críticas. Denostarlo era entonces casi un deporte nacional, a la altura del futbol. Hoy ya nadie pone en duda que hay en la literatura un antes y un después de Borges. Son pocos – su admirado Kafka fue uno de ellos – los que han generado una forma de escribir que se haya convertido en adverbio. “Kafkianamente”, “borgeanamente”… La lista no es muy larga y eso algo indica. Pero lo que ha conseguido Borges – y en eso es único – es que nadie pueda volver a utilizar ciertos términos sin ser visto como, en el mejor de los casos, un imitador. ¿Quién puede escribir, por lo menos sin cierto pudor, palabras como “nadería”, “vasto”, “caramba”, “sospecho”, “sórdido” o frases como “los movimientos literarios son una comodidad de los historiadores” o con la que se refería a Groussac (“sabía inglés y sospechaba el griego”)?.

Ahora se está operando un fenómeno interesante. Los lectores más jóvenes encuentran en Borges una especie de abuelo lejano y querido. Los teóricos del postmodernismo han ayudado un poco, pero lo real es que pasadas las viejas polémicas, lo que queda es su literatura. En cierta ocasión Savater le pidió a Ciorán unas líneas para un homenaje del que participaron escritores de todo el mundo. El rumano, algo reacio, terminó sus líneas diciendo: Borges “podría convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas y, si existe una utopía a la cual yo adheriría con gusto, sería aquella en la que todo lo mundo lo imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al último delicado”.

Nacido en 1899, cultivó el gusto por las lecturas y fue autor de poemas, cuentos y ensayos memorables, ninguno de los cuales debería ser dejado de lado en una antología. Pero lo ya señalado, ¿qué más podría agregarse sobre Borges, salvo que su obra parece contener toda la historia de la literatura? Pero eso también se ha dicho, y seguramente mejor.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)